LAS PALOMAS Y DON SORIA



Terminaba los deberes de la escuela y salía corriendo para la plaza de deportes.

Atravesaba la otra plaza frente a la que vivía y llegaba sin aliento a la de deportes.
Y allí estaba el portón grande, abierto de par en par como esperando para abrazarnos.

¡Era como entrar en un mundo mágico, con tantas cosas! ¡De todo para divertirnos!

Muchos de los chiquilines ya estaban ahí, alborotando, corriendo queriendo agarrarse
unos a otros, jugando a la pelota… y a los pelotazos. Unos en los subibaja, otros en las hamacas, las grandes, porque también había unas para los chiquitos, que tenían una maderita que se subía para sentarlos y se bajaba después para asegurar a los valientes que se hamacaban. También estaban los toboganes y ¡claro! todos queríamos tirarnos del más alto.

Habían también unos aparatos para hacer gimnasia; unas argollas, unas... como escaleras que subían y bajaban, como un subibaja pero en el aire. Otra cosa que le decían el potro en el que los más grandes hacían piruetas.

Los pájaros revoloteaban piando, asustados por el barullo y porque tenían sus nidos en un árbol que había cerca de la entrada y no podían irse a dormir.

Aquella  era una tarde más de tantas que pasábamos bajo la atenta mirada de Don Soria.
No nos sacaba el ojo… y nosotros tampoco a él.  Lo mirábamos de reojo, para saber si nos llevaba cuenta de nuestras picardías.

Le teníamos cariño, pero… aquel Ud. conque nos trataba, nos ponía en guardia y tratábamos de no probar hasta dónde tendrían consecuencias nuestras travesuras.

A veces se distraía un poco de nosotros porque venían unos muchachos y muchachas y le pedían que pusiera la red, cosa que él hacía enseguida. Ellos traían unas paletas... ¡no!  ¡¡Raquetas!! Y unas pelotas blancas muy suavecitas, como de paño y una vez puesta la red de lado a lado de la cancha, casi a ras del suelo, empezaban a jugar.

Y nosotros nos arrimábamos para ver cómo era aquel juego… Pelota va, pelota viene, alguna caída, en fin, que nuestra paciencia no dio para mucho y como obedeciendo un silbato salimos corriendo hacia nuestros juegos preferidos.

Yo, al mío: las palomas. Eran unas cadenas que tenían una argolla en la punta y colgaban de un fierro alto, ¡muuuuy alto!

Entonces varios chiquilines nos agarrábamos una cada uno y empezábamos a correr alrededor y cuanto más rápido lo hacíamos, más alto nos levantábamos del piso, girando alrededor del fierro. ¡Era lindísimo!

Yo me imaginaba a veces que era un pájaro, otras que iba en un avión…en fin, ¡me divertía mucho! Pero esa tarde, anduvimos tanto que las manos me empezaron a arder y decidí bajarme, para lo cual uno se soltaba y corría fuera de las argollas. Yo no salí a tiempo… y una argolla me pegó en la  cabeza y me revolcó por el piso…


Traté de pararme pero estaba mareada, y en eso vi venir corriendo a Don Soria… – ¡Para qué!, pensé. – Ahora me va a rezongar…–

Los chiquilines que estaban volando junto conmigo, gritaban más que yo, que ni para eso tenía fuerza, con semejante revolcón.

Cuando Don Soria llegó, los apartó y se agachó al lado mío, y vio que me sangraba la cabeza… Yo lo miré entre susto y pedido de auxilio y entonces vi su cara, y era como distinta a la que nos mostraba a los  chiquilines. Los ojos se la habían puesto tristes y con una ternura que no le conocíamos, me agarró de una mano y me ayudó a levantarme. Me llevó despacito hasta la casilla que había, cerca de la entrada y donde él tenía un botiquín con algodón, frasquitos con alcohol y vendas y otras cosas más.

Me sentó en un banquito, y apartando a los curiosos un poco, me miró y me dijo: – Ud. es valiente me dijeron, ¿no? y tenía como una sonrisita asomándole en la cara. Yo no podía hablarle… y me puse a llorar. A lo que se sumaron algunos. Él dijo entonces, no llore, esto no duele, sólo le voy a limpiar el chichón…

Entonces yo dije bajito:
– No lloro porque me duele…
– ¿Entonces?, preguntó.
– Lloro porque no me van a dejar venir más a la plaza….
– ¡De ninguna manera!, dijo. – ¡Yo no voy a dejar que me saquen ninguna de mis palomas!

Entonces me lavó la herida, me puso una vendita, y me ayudó con todo cuidado a levantarme
Ahora -dijo-, yo la voy a acompañar a su casa. Me agarró de la mano y salimos caminando despacito fuera de la plaza. Don Soria cerró el portón con un candado y acompañados por una comitiva de unos ocho chiquilines atravesamos otra vez la otra plaza.

Cuando llegamos, Don Soria explicó lo que había pasado y luego se aseguró la promesa de que me iban a dejar seguir yendo a la plaza, lo cual festejaron a los gritos y con risas, toda la compañía.

Pienso ahora, pasado tanto tiempo, que nuestra alegría era por algo más también. Todos habíamos descubierto a Don Soria. Supimos que aquel Ud. que tanto nos apocaba, era en realidad un escudo tras el cual él escondía su sensibilidad y su ternura…. no fuera que perdiera el control  frente a tantas travesuras que teníamos siempre a punto de estallar.


Si  no hubiera sido por aquel Ud. que nos mantenía a raya…

Nunca nos dimos por enterados de que lo habíamos descubierto, pero ya sabíamos que él nos cuidaba porque nos quería, no sólo porque fuera el placero… Nos quería.

 Supe que estuvo en esa querida plaza, hasta el final de su vida.
Me pregunto si él no la quiso dejar, o si fue la plaza quien no quiso quedarse sin él. ¡Y lo siguió!

© Isabel Hernández Tibau
Publicado el 2 de Junio de 2012 en el 
blog Nico Battle, rinconcito de Uruguay

Comentarios

Entradas más populares de este blog

PROXIMA ESTACION… ¡NICO PEREZ!

CLUB CONCORDIA