DOÑA PRAXEDES - Narración completa

         

DOÑA PRAXEDES
Narración completa


          Las personas que pasaban por la vereda no podían evitar apretar los labios, levantar la nariz y, entrecerrando los ojos, aspirar aquel delicioso olorcito a manzanas verdes y canela. Y era que Marcela estaba preparando su famoso pastel, y el aroma atravesaba la casa y pasando por el jardincito llegaba hasta la calle. 
          Dos o tres veces en el mes, acostumbraba visitar a doña Práxedes y siempre le llevaba algún postre para obsequiarla. En otro tiempo la dueña de casa le retribuía con un ramo de flores de su jardín, pero ya no había flores… ni jardín. 
          La historia de Práxedes era más o menos ésta: pertenecía a una familia de clase alta de Montevideo donde vivía con sus padres y dos hermanas menores. 
          Las tres llevaban su vida como lo hacían las jóvenes de esa época y de ese extracto social. Casi siempre en la casa, dedicadas a cultivarse en todo lo que se creía debía saber una joven. Aprendían de su madre cómo llevar una casa, cómo obtener de sus empleadas el rendimiento deseado, pasaban las tardes bordando, sentadas en el enorme jardín mientras charlaban alegres e inconscientes planeando su futuro. 
          Tenían, por supuesto, un piano de cola en una sala alfombrada, con sillones de terciopelo, mesitas con lámparas y ramos de flores, grandes cuadros y cortinados importantes en aquellos ventanales con balcones de mármol que daban al jardín. 
          Dos veces por semana iba una profesora de piano y las mantenía sujetas al teclado repitiendo y repitiendo un estudio hasta que le conformaba el resultado. De las tres hermanas, Práxedes era la única que disfrutaba aquellas clases y les dedicaba todo el tiempo posible. 
          La vida para ellas transcurría sin muchos sobresaltos. Sólo a veces, se alteraba la rutina con alguna fiesta y entonces sí daban rienda suelta a la novelería y al entusiasmo propio de la edad. 
          Fue en una de esas reuniones que Práxedes conoció a Rafael. 
          El era un joven que estaba estudiando agronomía, pues su padre tenía campos en el interior y era allí donde él quería trabajar. 
          Desde el primer momento en que se vieron, nació en ellos un sentimiento muy fuerte que iría en aumento hasta el final de sus días.
          La relación se formalizó pronto, no con el completo beneplácito de los padres de Práxedes, quienes, si bien reconocían en Rafael a un joven de buena familia, con planes de futuro y un gran amor por su hija, no era el candidato de buena posición ni económica ni social, que ellos habían planeado para ella, aunque la familia de Rafael tenía lo suyo y no era poco. A Práxedes esto la tenía muy sin cuidado. Ella era feliz.
          Corrió el tiempo y cuando Rafael se recibió, empezaron a hacer planes de casamiento. Pero… al enterarse los padres de ella de que pensaban ir a vivir a un pueblo, porque el recién recibido agrónomo soñaba con volver a su lugar, trabajar en el campo de su familia y asistir a los demás campesinos de la zona, pusieron el grito en el cielo y se negaron a autorizar la boda.
           La joven no había sido criada para vivir “en el medio del campo", decía su padre, y ¡quién va a atender a mi hija!, decía entre lágrimas la madre. 
          No hubo forma de hacerles cambiar de opinión, así que la que empezó a llorar fue Práxedes, y ya no llenaba la casa como antes con su alegría y sus risas. Rafael no soportaba verla así, pero con inteligente prudencia, convenció a su novia de tomar las cosas con calma, esperar un poco, y confiar en que el tiempo fuera cambiando la decisión de los padres. 
          Y así fue. De a poco la oposición fue cediendo y terminaron por aceptar los proyectos de la pareja. 
          A fines del invierno, Rafael se fue a su pueblo para arreglar todo. Había estado pensando en el comentario del padre de Práxedes; ella no había sido “criada para vivir en el medio del campo”… y era cierto. Así que creyó más acertado tener el futuro hogar en el pueblo, donde ella podía desarrollar algunas actividades y hacer amistades. 
          De todas formas la estancia de sus padres quedaba a no muchas leguas del pueblo y él podía perfectamente ir y venir en el día. Sus padres estaban felices no sólo con el título del hijo, sino también con la noticia del próximo casamiento. 
          Volvió por su novia en primavera. Traía muchas cosas que contarle, la más importante que ya tenían casa en el pueblo. Les contó a ella y a sus padres todos los detalles y mientras Práxedes soñaba imaginándosela, los padres se sintieron más aliviados, no sólo porque la hija iba a estar más acompañada sino porque se daban cuenta de que el futuro yerno estaba realmente procurando tomar las decisiones que más conformaran a la familia. 
          Y por fin, la boda. 
          La novia, muchos azahares y mucho tul. 
          El novio, muy elegante con traje azul. 
          A los dos o tres días de instalados en la casa, la curiosidad se había extendido a todo el pueblo, ya que habían visto a la pareja en el Club Social. Algunas personas conocidas de Rafael y sobre todo de su padre, se acercaron a saludarlos y naturalmente hubieron comentarios como que aquel muchachito que se había ido a la capital a estudiar había vuelto todo un señor, con un título de agrónomo y además con esposa. 
          De ella decían que era muy simpática y muy bonita, con aquel pelo largo tan negro que hacía resaltar su piel muy blanca. 
          Algunas señoras del pueblo enseguida dijeron que traía unos vestidos muy raros y que sus manos eran demasiado delicadas para ocuparse de una casa… 
          Pero nada asombró tanto a la gente como su nombre: ¡Práxedes! ¿De dónde habrían sacado sus padres ese nombre? Nunca lo habían oído y hasta parecía que no era nombre de gente!* 

*Nombre femenino de origen griego. Práxedes proviene del término praxis. Activa, emprendedora, de firmes propósitos. Práxedes es un nombre de uso femenino en Italia y Francia, mientras que en España es un nombre de pila masculino.

          Así que entre su carácter suave y risueño, su ropa diferente y su nombre exótico, la nueva señora se convirtió en punto de atención de aquel pueblo por un buen tiempo.
           Pasaban los días y Práxedes iba acomodando su vida al nuevo lugar. Se daba cuenta de que en todo lo que hacía o decía era observada, pero no rechazada. Al contrario. 
          Pronto recibió la visita de tres señoras que quisieron ser las primeras en conocerla de cerca. Con la excusa de representar a la Comisión de Damas del Club, se presentaron una tarde en su casa.           Ella las hizo pasar y como nueva ama de casa, recordó lo aprendido de su madre y se esmeró en atenderlas lo mejor posible. 
          Las señoras no disimulaban su asombro al ver la casa tan bien puesta, con tan buen gusto y la fina delicadeza con que fueron atendidas. La invitaron a formar parte de la comisión, cosa que Práxedes aceptó encantada. Se despidieron y salieron de la casa llevando en sus cabezas un minucioso inventario de todo lo que habían visto. 
          Después siguieron las comisiones de fomento de la escuela, del hospital, y las damas de la iglesia. A todo se sumó Práxedes tratando de ayudar, de integrarse, de ocupar su tiempo libre en cosas útiles y de ser aceptada por aquellas personas con las que compartiría su vida en adelante. 
          Rafael estaba contento con la adaptación que estaba logrando su esposa. Veía que ella se esforzaba por encajar en aquella sociedad tan diferente de la que había frecuentado antes de casarse.           Práxedes era muy inteligente y encontró el equilibrio entre ambas. Fue modificando algunas cosas que creyó no eran importantes, como sus vestidos, por ejemplo, que no tenían en ese lugar mucho sentido. Los fue cambiando por otros más sencillos que sin embargo mantenían la elegancia y el buen gusto. También cambió la forma de agasajar a las visitas, pues lo que para ella era normal y cotidiano en su casa paterna, allí parecía ostentación, cuando en realidad lo único que ella quería era ser amable. 
          En cambio, hizo hincapié en otras cosas que también había traído de su hogar; las normas cristianas aprendidas desde su niñez. Apareció entonces a aquellas gentes con su bondad, su generosidad, su prudencia en los comentarios, su disposición para todas las causas nobles, y entonces sí, ya nadie tuvo reparo en demostrarle su simpatía y su solidaridad. 
          Es que no son las cosas exteriores las que nos representan; ningún traje puede hacernos buenos delante de los demás, en cambio, las cosas que se llevan dentro, esas son las que nos muestran como realmente somos. 
          Ya hacía tres meses que vivían en aquella hermosa casa. Se sentían felices y alegres. Rafael, por su trabajo, pasaba mucho tiempo del día en la estancia de su padre y en los alrededores, donde era requerido. Por la nochecita cuando regresaba, su esposa se sentía feliz de ofrecerle aquel hogar acogedor, aquella cena que había preparado con tanto amor, y las risas de ambos recorrían la casa contando aquella dicha. 
          Sin embargo, a veces, durante el día, ella sentía como un poquito de nostalgia. Extrañaba a sus padres y a sus hermanas. Entonces, para no ponerse triste iba hasta la iglesia, rezaba, hablaba con el cura, y volvía reanimada y en paz a su casa. 
          La vida siguió adelante. 
          Se acercaba Navidad, tiempo de alegría y muchos aprontes. 
          Sin embargo Práxedes se sentía desganada, sin ánimo. No quiso preocupar a Rafael, así que fue a ver al médico. La acompañó su vecina Adela, con la que había hecho muy buena amistad, y que le comentó que ella también venía sintiéndose mal. 
          Cuando salieron de las respectivas consultas, las dos mostraban una emoción y una alegría significativa. Práxedes y Adela estaban embarazadas! Se abrazaron y llorando entre risas salieron a la calle. 
          Rafael llegó en la noche y su cansancio contrastaba con la alegría eufórica de Práxedes. Ella lo recibió como siempre con una riquísima cena, pero hizo todos los esfuerzos por no dejar escapar la noticia, pues había decidido guardarla hasta Navidad y dársela como regalo a su esposo. 
          Así lo hizo. Armó un precioso árbol y en una pequeña cajita con un moño celeste y otro rosado, puso por escrito la noticia. 
          Cuando Rafael abrió y leyó la tarjetita, primero se quedó mudo, luego volvió a leer y finalmente, la abrazó dando vueltas con ella y entre besos, emocionadísimo, no hacía más que gritar; ¡mi amor, mi amor!
          Rafael quería retribuir de alguna forma el regalo de Práxedes, y luego de pensar y pensar, lo decidió: ¡un piano! El sabía cómo le gustaba la música a su esposa y cómo le había costado dejarle a sus hermanas aquél en que había estudiado. Así que estaba resuelto, ¡le regalaría un piano! Además, se sentiría más entretenida mientras él estaba trabajando en la estancia. 
          En la mañana de fin de año, se detuvo un camión muy grande frente a la casa y varios hombres bajaron de allí un piano precioso. Práxedes abrazaba y besaba a Rafael y acariciaba el teclado como para convencerse de que era real. Después se sentó y comenzó a tocar. No sería de cola, pero sonaba de maravilla! 
          Los vecinos del pueblo se acostumbraron a oír, en las tardecitas, la música en la casa grande, y alguno se detenía frente a las rejas a escucharla tocar. 
          Nacieron dos niños. Práxedes tuvo un varón al que le pusieron Roberto y una semana después Adela tuvo una niña a la que llamaron Marcela. 
          Los niños se criaban como hermanos más que como vecinos. Comenzaron la escuela juntos. Luego el liceo. Y llegó el momento en que también los dos tuvieron que marchar a Montevideo a iniciar sus respectivas carreras. Marcela siempre había estado segura de lo que quería: ser maestra y poder ejercer ahí, en su pueblo, en su escuela.
          Roberto, en cambio, estaba indeciso. Le gustaba la economía, pero también la ingeniería. Finalmente optó por ésta última. 
          Pasaban los meses, y Roberto iba desprendiéndose de su familia y del lugar donde había nacido. Las cartas, que al principio llegaban a sus padres cada semana, fueron espaciándose. Más tarde las cambió por llamadas telefónicas que hacía de tanto en tanto, casi siempre urgido por más dinero. 
          Rafael y Práxedes sentían mucha tristeza por ver el cambio que se estaba produciendo en el hijo, pero lo apoyaban de todas formas porque había que reconocer que Roberto era un muy buen estudiante. 
          Marcela, por su parte, mandaba carta tras carta contando hasta los mínimos detalles de su vida en la ciudad. Y a veces, hasta escribía alguna a Práxedes, porque ella también estaba viendo el cambio en su amigo de siempre y se imaginaba cómo ansiaría esa madre más noticias de él. 
          Llegó el día tan esperado por Marcela. Se recibió de maestra y obtuvo su nombramiento para su escuela. Regresó lo más pronto que pudo y en su casa todo fue alegría; también en la de Práxedes que la quería como a una hija. 
          Roberto seguía su carrera. Para sus padres se habían hecho muy largos aquellos años en que lo veían tres o cuatro veces. 
          Por fin, también Roberto se recibió; ya era ingeniero. 
          Y vino a pasar Navidad y Año Nuevo con sus padres, que no sabían qué más hacer para mimarlo… como cuando era niño… 
          Y enseguida de pasadas las fiestas Roberto dio la noticia de que quería ir a Estados Unidos para hacer un postgrado. Por supuesto también esta vez sus padres lo apoyaron. 
          Rafael y Práxedes vieron partir a su hijo, esta vez desde Montevideo adonde lo acompañaron. Aquel avión alejándose, les estrujó el corazón, pero se consolaron mutuamente diciéndose que pronto volvería y aunque trabajara en Montevideo, podrían verlo más seguido. 
          Las cartas llegaban cada tanto, pero traían buenas noticias; le estaba yendo muy bien! 
          Lo esperaban de regreso para las fiestas; ¡faltaba apenas un mes! 
          La carta de Roberto los dejó sin palabras. Les contaba que terminado el postgrado, le habían propuesto un trabajo que él consideraba una oportunidad excelente y que por lo tanto tramitaría su permanencia en Estados Unidos. 
          Pasados los primeros momentos, Práxedes reaccionó con más entereza. Llamó por teléfono a su hijo dándole nuevamente su bendición. Rafael en cambio, desde ese momento, entró en un estado de tristeza. Hablaba poco, caminaba con desgano y se aferraba más a su esposa, que seguía siendo su puerto seguro en las tormentas. A veces iba un rato al Club a jugar una partidita de ajedrez con algún amigo, pero regresaba pronto. 
          Práxedes tampoco frecuentaba mucho sus "comisiones". En cambio, iba más seguido a la iglesia. A veces se detenía un momento  en la plaza, se sentaba en uno de los bancos, y recordaba… Le parecía ver a su Robertito corriendo con los otros chiquilines, Chelita entre ellos, riendo y alborotando, ¡tan felices! Después, despacito volvía a su casa. 
          Más tiempo transcurrido, más tristeza… 
          Roberto anunció su casamiento con Wendy, la hija del director de la empresa donde trabajaba. Ellos quisieron viajar para acompañarlo, pero cuando él llamó por teléfono insinuó con bastante claridad que no era necesario hacer un viaje tan largo por tan poco tiempo, pues ellos saldrían enseguida de la boda en un viaje de luna de miel. 
          Unos días después recibieron, eso sí, una preciosa tarjeta participando el casamiento, que por lo visto sería de alto vuelo. 
          Ahora sí, la tristeza y el dolor se instalaron definitivamente en el corazón de Rafael, y por más que hizo Práxedes, no pudo rescatarlo. Entonces también ella se dejó caer. 
          Una tarde, volvía de la iglesia y nuevamente se sentó por un momento, quizás para pensar, o simplemente a descansar bajo las frondosas copas de los plátanos. De pronto se le acercó aquel muchachito y su avestruz. Casildo y Don Juan alguna vez se habían detenido a escuchar la música frente a las rejas de la casa grande, y ella al verlos siempre salía y los convidaba con algún trozo de torta. Así se fueron haciendo amigos. 
          A veces la acompañaban a la ida o a la vuelta de la misa. Casildo que tenía la sabiduría que le da el amor a los seres simples, adivinando la nostalgia de aquella madre por su hijo, le preguntaba por él, y a Práxedes le aliviaba el alma poder hablar de su hijo. Casildo volvía con Don Juan a la plaza y mientras, le decía al avestruz: 
          –¿Se fijó, Don Juan, cuántos hilitos blancos tiene Doña Práxedes entre su pelo negro? ¿Y vio cómo cuando habla de su hijo le quedan los ojos aguaditos y tristes? Vamos a tener que acompañarla más, y hasta a lo mejor tendríamos que juntar un ramito de flores… o hacerle unos buñuelos y llevarle, a ver si conseguimos que se sonría un poquito aunque sea…Ella que nos regala esa música tan linda…Y esas tortas… No puede ser, ¿no le parece?–. Don Juan lo miró, y bajó los ojos hacia el pedregullo de su plaza. 
          Con el tiempo pasando, recibían alguna noticia espaciada, pero noticias al fin. ¡Tenían un nietito! Eso pareció levantar un poco a aquellos padres que estaban envejeciendo prematuramente. Práxedes ya tenía muchos más “hilitos blancos”, como diría el Casildo. 
          Les contaron a todos la noticia y todos se alegraron con ellos. Se decían: -¡Ahora sí nos va a pedir que vayamos para que conozcamos al nietito! Y Práxedes aprovechaba esa llamita de esperanza para sacar a su esposo de aquella melancolía. Parecía que sí, que los dos estaban más animados, pero cuando llamaron por teléfono para saber más, sólo consiguieron hablar con Wendy, que se limitó a decirles que estaban bien, que el "baby" se llamaba Bryan y que Robert, estaba fuera de la ciudad por trabajo. 
          –¡“Robert”! –dijo Rafael con voz angustiada… Y repitió… –“Robert”…–. Luego miró a Práxedes, le tomó como siempre la mano y con su dolor traducido a lágrimas, dijo: –¿No era Roberto nuestro hijo?… 
          Práxedes asintió con la cabeza y no pudo articular palabra. Se quedaron así, sentados en el sofá, mirando por las ventanas hacia la calle, seguramente viendo jugar a la pelota a su Robertito de antes que les saludaba riendo entre gol y gol. Anocheció y aún seguían allí, sentados en silencio, muy juntitos. 
          Pasaron los años, muchos años. Demasiados años que se iban acumulando en el corazón. Nunca una visita ni una invitación para que fueran. Algunas veces, entre ellos hablaban del hijo y no lograban entender. No era la distancia física lo que les dolía, era la distancia afectiva. Roberto había sido criado con tanto amor y tanta dedicación… 
          Práxedes miraba disimuladamente el rostro triste y envejecido de su marido y no podía evitar recordar qué distinto era cuando supo de su embarazo; tenía plasmada en la memoria la expresión de felicidad que le provocaba la venida del hijo. Y cómo ahora ese mismo hijo le dibujaba tanto dolor a aquel rostro que ella amaba! No podía entender, no podía entender. 
          Sólo llegaban fotos, fotos… y excusas. 
          Bryan, ya tenía diez años y era hermoso. Rafael y Práxedes, sólo podían pasar suavemente sus dedos por las fotos y acariciar con todo el amor que sentían aquel rostro risueño con mirada de picardía. 
          Sobre el mediodía, Casildo se paró frente a la reja y muy serio y muy firme le dijo a Don Juan:          
           – Usté… se me queda quietito acá en la vereda; hoy no está la doña pa' sus payasadas.                         Atravesó el jardín y se paró frente a la puerta buscando el llamador: una manita de bronce, terminada con un volado. Se quedó mirándola por un momento y luego levantando la suya, golpeó.              Después de unos minutos, apareció en la puerta doña Práxedes. Casildo la miró y la desconoció. Estaba tan distinta… 
           Práxedes esbozó una triste sonrisa al ver la mano extendida del Casildo sosteniendo aquel ramito de flores de todos colores. 
          –Sirvasé, doña. No es muy grande el ramo, pero eso sí, viene con mucho cariño y mucho respeto. Y además, estos buñuelitos. Todavía están calentitos. 
          Ella tomó el paquetito y el ramo, que arrimó a su cara y aspiró el perfume de ambas cosas con deleite. Para entonces Don Juan se había colado y estaba escondido detrás del Casildo.
          –No sabes, Casildo …y también tú, Don Juan –agregó– lo bien que me vienen estas flores. El florerito que tengo encima del piano está vacío desde hace días, así que ya mismo las pongo allí para verlas mientras toco algo para ustedes.
           Casildo giró encontrándose con el pico de Don Juan casi pegado a su nariz y sólo dijo: –Después usté y yo vamos a hablar d’esto.
           Casildo, muy prudente como siempre, se adelantó a decirle que ellos escucharían desde la vereda, pues el ademán de Práxedes fue abrir más la puerta y hacerlos entrar, olvidando que Don Juan, por más obediente y pegado que estuviera siempre a su amigo Casildo, seguía siendo un enorme avestruz. Ella entonces tomó con una mano la mano del Casildo y con la otra, acarició el ala del avestruz.
           –Gracias, muchas gracias –dijo y cerrando el portón de reja, se encaminó a la casa. Un momento después, se oyó una melodía que de tan triste parecía un llanto.
           Después se hizo silencio y los dos amigos dieron la vuelta despacio hacia la plaza, sin que Casildo hablara una sola palabra.
           Los chiquilines andábamos desde hacía días planeando hacerle una visita a doña Práxedes. Todos la queríamos mucho porque cuando nos parábamos en la vereda para escucharla tocar el piano, después ella nos hacía entrar al jardín y nos convidaba con jugo de naranjas, bien dulce y fresquito, y galletitas.
           –Por ser mi público fiel –decía y se reía con nosotros. Pero últimamente oíamos comentar en nuestras casas algo como… “les salió desamorado ese hijo…”.
           No entendíamos muy bien el asunto, pero lo que sí teníamos claro era que si doña Práxedes estaba triste, nosotros teníamos que hacer algo para alegrarla. Así que reunidos decidimos ir allá y que cada uno de nosotros hiciera algo cómico.
           Llegamos de tarde y ella, sorprendida, nos recibió con el cariño de siempre, pero sí, de verdad que se la veía muy triste.
           Oscar, que era el más formal, le explicó que aquella visita se debía a que estábamos preparando la fiesta de fin de año de la escuela, y queríamos que nos dijera si lo que habíamos preparado estaba lindo. Le pedimos que se sentara con nosotros mientras cada uno hacía su número.              El que iba a actuar salía de la cocina, que venía a ser como esas piecitas que hay en los teatros donde los actores se pintan y se disfrazan.
           El primero en aparecer fue Mario, que se puso ropa de gaucho, y empezó a tocar la guitarra y a cantar (¿?). Cuando terminó  lo aplaudimos y doña Práxedes lo felicitó entre las risas de todos. Luego Juanita apareció con una caja grande que parecía el escenario de un teatro, con las cortinas y todo, y presentó sus títeres. Le salió muy bien, y otra vez aplaudimos. Todos mirábamos de reojo a la doña, para ver si se reía. 
           Así fuimos desfilando uno por uno, bailando, recitando y de todo un poco. 
           El final lo hacía el gordo Braulio. Nadie sabía lo que los otros iban a hacer, así que cuando apareció de la cocina, vestido de mujer, con una pollera a lunares, una blusa roja, unos zapatos de tacos altos que se le torcían a cada paso, con un sombrero con flores y… de labios pintados, doña Práxedes largó la carcajada y nosotros con ella.
            No podíamos dejar de reírnos y ella que había entendido nuestra intención desde el primer momento, dijo:
            –¡Se salieron con la suya, mis muchachitos queridos, me han hecho reír con ganas! 
           Estábamos en ese bochinche cuando oímos que alguien golpeaba la puerta, como muy apurado, sin parar. 
           Aquello nos sorprendió y la doña nos hizo con la mano un gesto de esperar  mientras salía  apurada a ver qué pasaba. 
           Nos quedamos en la sala, disfrazados pero serios y nos mirábamos mientras esperábamos saber cuál era el apuro. 
           En seguida oímos un grito y corrimos a la puerta. Alcanzamos a ver a doña Práxedes que salía corriendo hacia la calle, dejando a Cosme, el policía, parado en el jardín. Estaba muy nervioso, y al vernos salir nos dijo:
            –Chiquilines, vayan para sus casas y avísenles a sus padres que don Rafael tuvo un ataque al corazón mientras jugaba ajedrez en el Club. Falleció. Vayan, vayan… 
           Andresito preguntó a media voz: –¿Falleció quiere decir … murió?– Ninguno contestó. 
           Fue como si hubiéramos estado dando vueltas en la calesita, felices y contentos y de pronto se hubiera detenido y se hubieran apagado todas las luces. Sentimos mucho miedo, y pegados unos con otros atravesamos el jardín caminando ligero, y ya en la vereda, llorando, formamos carrera hacia nuestras casas. 
           Doña Práxedes sufría pero trataba de seguir adelante; don Rafael no. Se había vuelto silencioso, andaba como de arrastro y no sonreía más que con su esposa tan querida. A veces, como esa tarde, había ido hasta el Club, insistido por ella que no podía verlo así, como una sombra. Su corazón no pudo con tanta tristeza acumulada y tantas preguntas sin respuesta, y se detuvo. 
           Roberto llegó al pueblo cuatro días después de sepultado su padre. Lloró con su madre, y viéndolo así, ella sintió que en el interior de aquel hombre corpulento, que ella conocía por fotos -fotos que venían a veces mostrando el auto nuevo, la casa y sus muebles, la piscina, el viaje a Hawai, etc.- aquel hombre llevaba escondido en su interior a "su hijo", aquel que Rafael, su padre, recordaba y amaba como Roberto, no como ese Robert que lo había sustituido durante todo ese tiempo en que estuvo alejado, y que era tan distinto que costaba reconocerlo. 
           Estuvo unos días allí, en su casa de la niñez, de la adolescencia, su casa del principio, y una tarde le dijo a su madre que debía volver y que quería llevarla con él. Pero Práxedes no quiso:
           –Ya no es tiempo –dijo–. Ahora debo quedarme a acompañar a tu padre; Tú tienes tu familia allá y no me necesitas, hijo. El sí. 
           Roberto volvió llevando en su corazón un sentimiento nuevo, el arrepentimiento. Recién allí creció, maduró, y se reencontró. 
           Práxedes se quedó sola en la casa grande, y lo primero que cerró fue su piano. Después fue cerrando de a una las ventanas y de a poco, prendiendo menos luces. El jardín fue desapareciendo bajo los yuyos. 
           Todo el pueblo había quedado conmovido, pero por más que quisieran, poco podían hacer por aquella mujer que sólo seguía adelante por respeto a sus creencias religiosas.
Marcela se miró al espejo y pensó por unos segundos, que en unos meses cumpliría cuarenta y nueve años…
          -¡Cómo ha pasado de rápido el tiempo! –dijo sin hablar. Sacudió sus pensamientos juntos con sus cabellos, retocó luego su peinado y salió del baño. Pasó por la cocina, puso el pastel de manzanas en un plato, lo cubrió con una servilleta y salió con él hacia la casa de Práxedes. 
           Atravesó como tantas veces desde niña aquel jardín antes lleno de plantas y flores, con aquel árbol de magnolias de enormes flores blancas y brillantes hojas de color verde oscuro. Ahora todo estaba abandonado, como envejecido. 
           Subió los escalones del porche, donde de niños se sentaban con Robertito a jugar a la payana o a charlar y comer caramelos. 
           -El haber estado pensando tanto en Práxedes me ha puesto nostálgica-  se dijo y golpeó con los nudillos en la puerta. En unos momentos apareció Práxedes. Se sonrieron ambas y tomadas de la mano entraron a la sala. Todo estaba en una casi penumbra; las cortinas cerradas apenas dejaban pasar un resplandor del brillante sol de verano que había afuera. Marcela, adelantando el plato, dijo: –Aquí está tu pastel preferido.
            –Gracias mi querida, pero no deberías molestarte, con lo atareada que te tiene siempre la escuela y la casa. Pero debes venir sofocada con este calor. Voy a servirte algo fresco –y salió rumbo a la cocina llevando el plato con el pastel.
            Marcela la siguió; allí había más luz y se sintió menos angustiada. Se sentó frente a la mesa redonda y esperó a que Práxedes hiciera lo mismo. Con un vaso de jugo de naranjas y una tajada de pastel, una frente a la otra, comenzaron a hacerse preguntas. 
           Después de un rato de charla que Marcela alargó para que Práxedes se fuera animando, ella creyó llegado el momento de hablarle de lo que la había llevado esa tarde.
            La idea le había estado dando vueltas y vueltas en la cabeza desde hacía varios días. Quería a Práxedes y se acercaba para darle su cariño, pero también buscando el de ella desde que su madre ya no estaba. Marcela alargó las manos por sobre la mesa y tomó las de Práxedes.
            –¿Tú me quieres mucho, verdad? 
           Extrañada con la pregunta Práxedes contestó: 
           –Como si fueras mi hija, Chelita, lo sabes, 
           –Entonces no podrás negarme el favor que voy a pedirte. 
           –Te escucho, dime. 
           –Sucede que este año, no sé si sabrás, tenemos una maestra nueva. Se llama Lucía y es una muchacha encantadora. Es su primera escuela y vino de Montevideo. ¿Te acuerdas, cuando yo me recibí y vine a dar clases aquí, el susto que tenía? Y hace dos años cuando me dieron la dirección de la escuela, aún me asusté. ¿Te acuerdas? Bueno, imagínate ella que está sola y casi no conoce a nadie. Te darás cuenta que el hotel por mejor que esté, está muy lejos de parecerse a su hogar. Y tampoco hay huéspedes permanentes como para hacer amistades. La única es Ana, que trata de darle un poco de conversación mientras Lucía va al comedor  y… 
           Hizo una pausa, buscando la manera más efectiva de hacer el pedido,
momento que Práxedes aprovechó para sonreír levísimamente, más con su ojos que con su boca.– 
          –Bueno, dijo Marcela, yo quiero pedirte que la recibas en tu casa –y sin la mínima pausa para no darle tiempo a decir nada, continuó: 
          –Tú tienes esta casa tan grande y ella podría sentirse mucho más cómoda que en su pieza en el hotel. Además, el jardín; podría tomar sol y respirar buen aire…–y así seguía mientras Práxedes sin soltarle las manos, la observaba. “…y además y sobre todo, ella necesita una familia sustituta que la apoye y le dé cariño, y con quién hablar y…–. Aquí Práxedes se rió más decidida y  dijo: –Ya entiendo hija, ya entiendo. Ah, Chelita…, tú siempre tan atenta a las necesidades de los demás. Pero, ¿sabes?, no me engañas. Lo que tú quieres es que yo no esté sola, ¿no?- 
          Marcela bajó un poco la cabeza para que no se le notaran las dos lágrimas que estaban a punto de rodar por su cara. Se levantó de su silla y rodeando la mesa, la abrazó. También Práxedes tenía los ojos brillosos, pero ya no tan tristes. 
          –Es cierto, me descubriste; es que me preocupa mucho tu soledad y tu flojedad; yo quisiera reencontrar a aquella mujer fuerte, luchadora y alegre que conocí desde chiquita. La extraño y la necesito. Pero también es cierto que Lucía precisa otro entorno. Si no, va a querer volver a Montevideo, y es tan buena maestra que no quisiéramos perderla. Además los chiquilines la adoran! 
          –Ya, ya –dijo Práxedes–. Si te dejo hablar… ¿Y ella está de acuerdo en vivir con una persona como yo? 
          –Aún no hablé con ella, confesó Marcela, pero me animo a decir que estará encantada. 
          Así fue; Lucía se entusiasmó mucho con la idea de vivir nuevamente en una casa. Al día siguiente Marcela la llevó para que conociera a Práxedes, y si bien la casa le pareció un poco sombría, la dueña la impresionó con la dulzura con que la recibió.

          Pasábamos los chiquilines por la vereda de la casa grande y nos quedamos sorprendidos al ver las ventanas abiertas y las cortinas que salían volando hacia el jardín como palomas blancas desesperadas por sentir el aire fresco de la mañana. 
          El sol iluminaba los muebles y allá en el medio de la sala donde habíamos estado la última vez, se veía brillar el piano, con su tapa levantada como desperezándose después de un largo sueño.         
          Descontado que empezaron nuestras pesquisas nuevamente. Pasábamos y pasábamos de acá para allá y de allá para acá, observando todo lo que podíamos, y un sábado por la mañana vimos el auto de la directora lleno de bolsos y cajas que no daba más. De él bajó la señorita Lucía, muy sonriente, y al vernos nos hizo seña con la mano. Cruzamos corriendo de la vereda de enfrente, donde últimamente acampábamos y atropellándonos como siempre la saludamos con un beso y también a la directora. 
          –¿Se animan a ayudarme un poquito?, nos preguntó. 
          –¡Sí, sí! –dijimos a coro –claro que sí! Díganos. Y ahí nos pidió que fuéramos entrando hasta la puerta lo que pudiéramos. 
          –Pero tiene que ser con mucho cuidado y en orden. 
          La tranquilizamos de que no íbamos a hacer ningún lío, y cuando ya íbamos a empezar, el gordo Braulio, que había sido uno de los más impresionados por lo sucedido aquella noche de los disfraces, gritó: 
          –¡Miren, miren! Es doña Práxedes. ¡Vamos a saludarla! 
          Ella estaba en la puerta sonriendo otra vez y al vernos correr hacia ella nos saludó con un beso a cada uno. 
          Y empezó la mudanza. 
          Así en los días sucesivos, la casa grande fue volviendo a la vida. Tanto Práxedes como Lucía estaban encantadas. Se las veía desyerbando el jardín, lavando los vidrios de las ventanas… 
          Ahora había más luces encendidas por la noche, como antes, y si se ponía atención hasta se oía la conversación de las dos mujeres. 
          Práxedes era para Lucía, su abuela, su madre, su hija… Y Lucía era para Práxedes, su nieta, su hija, su madre… 
          Los vacíos afectivos que estaban sufriendo cada una de ellas, se fueron llenando con la ternura que ambas se prodigaban entre sí, para que la soledad y la tristeza dejaran de ser. 
          Marcela estaba feliz de ver que su idea había dado buen resultado. Se convenció de ello cuando una tardecita iba a visitarlas y ya llegando al jardín, oyó cómo Lucía cantaba acompañada por el piano de Práxedes, hasta que de pronto se interrumpieron riendo de aquel concierto improvisado… y ¡desafinado! 
          Nosotros, los chiquilines, disfrutábamos mucho de esos “conciertos”, pero más disfrutábamos de ver a nuestra señorita Lucía, ahora tan contenta y a doña Práxedes, también nuestra amiga-abuela, riendo de nuevo mientras tocaba aquel hermoso piano que le traía tantos recuerdos… 
          A veces, cuando ya se iba a acostar, Práxedes se detenía frente a la mesita de la sala, donde había muchas fotografías. 
          Toda su vida pasaba entonces por su memoria: su foto de novia junto a su Rafael ¡tan buen mozo!, los dos con Robertito recién nacido, Robertito en la escuela, en el liceo, en la fiesta de los quince años de Chelita, Roberto, Roberto… Y las últimas. Las de ese niño hermoso que ella nunca tuvo en los brazos: su nietito Bryan. Rubio como su madre, pero con los ojitos oscuros de su padre… Y ¿lo imaginaba ella… o se parecía a su abuelo? 
          Con su moño deshecho, ya todo de “hilitos blancos”, doña Práxedes apagaba la luz de la sala y luchando en secreto contra el fantasma de la tristeza, se iba a su dormitorio, oyendo la voz alegre de Lucía que le gritaba desde el suyo: 
          –¡Hasta mañana, Praxita! ¡Felices sueños!

© Isabel Hernández Tibau

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