EL ENVOLTORIO DE PAPEL ROJO - Narración completa

          El entramado de estas historias está hecho con hilos de verdad e hilos de fantasía.

           Nombres y situaciones mezclados sin que tengan que coincidir en lo cierto o lo imaginario.

Un grupo de niños más dos personajes pasarán a través de las cinco historias asimilando con sus pocos años diferentes hechos.

La autora, una de ellos, recuerda aquel pasado del que salieron fortalecidos. 




EL ENVOLTORIO DE PAPEL ROJO
Narración completa


          Cuando yo era una niña de unos nueve o diez años, había en el pueblo donde me crié un personaje singular y entrañable. 
          Don Juan era su nombre y era un avestruz; un enorme y precioso avestruz. 
          -ÑANDÚ, nos dijo la maestra; avestruz es el de África!...- Pero para todos seguía siendo un avestruz, sobre todo para los niños que éramos sus amigos. 
          Don Juan apareció en el pueblo una mañana de primavera y nadie supo de dónde había salido ni quien le había puesto ese nombre. Lo cierto fue que se quedó y se fue haciendo familiar verlo deambular por todos lados. Solía caminar lento, moviendo su cabeza como un periscopio, observando todo con la curiosidad de un niño. 
          Se detenía a mirar los jardines atraído por los colores de las flores, en las vidrieras de los comercios donde su imagen reflejada le hacía picotear el vidrio hasta que alguien salía y lo corría. 
          A veces, lo veíamos pasar corriendo a grandes zancadas con las alas semiabiertas igual que un avión carreteando por la calle principal del pueblo, como si en realidad quisiera volar y ya sabíamos… Había pasado por la verdulería de la esquina y se había tentado con un durazno, un tomate, un naranja. 
          Pero el lugar que realmente era su reino era la plaza. 
          La plaza, como todas las plazas de pueblo, ocupaba una manzana y estaba atravesada por dos caminos diagonales y dos transversales, de pedregullo, bordeados a ambos lados de plátanos añejos llenos de gorriones. 
          Entre medio, canteros,  donde se mezclaban matas de malvones, margaritas, violetas, claveles chinos y rosales en una combinación extraña, pero alegre y bien intencionada. 
          En el centro había un pretencioso busto de Artigas. También había bancos, muchos bancos. Eran de hierro y madera con el asiento y el respaldo en S, lo que los hacía muy cómodos y a lo mejor por eso la gente pasaba horas charlando sentados a la sombra de los árboles. 
          En verano los chiquilines jugábamos hasta la noche juntando bichos de luz, los que poníamos en frascos con un tul o papel agujereado por tapa. 
          Luego, cuando me iba a dormir, ponía el frasco debajo de la almohada hasta que la casa quedaba a oscuras. Entonces lo sacaba. Aquellos destellos de luz verde-amarillenta me fascinaban y me dormía con la intriga de cómo lo hacían. 
          También era divertido hacer batallas con las pelotitas de los plátanos, o andar en bicicleta, o solamente estar allí. 
          Cuando podaban los árboles yo juntaba ramas y dibujaba en el pedregullo o simplemente caminaba haciendo una raya en el camino. Hoy pienso que probablemente ya quería que alguien supiera dónde estaba… siguiendo aquel trazo. 
          ¡Yo adoraba esa plaza!… sus perfumes mezclados de flores, pasto, árboles y el crujir de las piedritas cuando alguien caminaba. 
          En verano, por las noches, tocaban música. Y también los domingos de mañana. Cada uno disfrutaba de aquello a su manera. Los niños correteando, jugando a la escondida o a la mancha, las parejas caminando por los caminos más alejados de la gente, y los mayores sentados conversando y olvidados por un rato de la vigilancia de los niños y parejas. La plaza era cómplice. 
          Esa era también la plaza preferida de Don Juan. También él se paseaba luciendo su plumaje hermoso, sus patas largas brillosas y esa especie de sonrisa que le daba a su cara el tener las comisuras de su pico hacia arriba. 
          Todos lo queríamos. 
          Bueno… todos no. Algunos sólo querían mortificarlo, hacerlo blanco de maldades, hacerlo a él recipiente de las bajezas y la pobreza de espíritu. 
          De ahí que en ocasiones se pudiera ver a Don Juan “vistiendo” un saco sin mangas y un pañuelo al cuello, un sombrero atado a su cabeza o una tira de tela alrededor de su cuerpo, anudada sobre sus alas con un moñón que le impedía moverlas. 
          Y la crueldad iba en aumento. 
          Un día, cuando salíamos de la escuela, vimos a don Juan pegando desesperadamente la cabeza contra la pared. En tal forma se golpeaba que se había lastimado y sangraba. Le habían puesto una capucha negra cubriéndole la cabeza y se la habían atado en el cuello. El pobre animal había andado tropezando con todo (tenía las patas lastimadas) y vencido, se había detenido contra la pared tratando de sacarse la capucha a golpes. Estaba furioso, aleteaba y tiraba patadas en todas direcciones y nadie podía acercarse para ayudarlo. Todos los chiquilines mirábamos amontonados aquello que estaba sucediendo con una mezcla de miedo, de angustia, de dolor e impotencia. 
          De pronto, apareció corriendo otro personaje, también singular y entrañable como Don Juan. Alguien que tenía especial afecto por el avestruz. Alguien que como él sufría la crueldad humana. Era el manco Casildo, que además de faltarle una mano, era rengo y además de tener una pierna encogida, era encorvado: como quien dice, Casildo era físicamente retazos de un hombre. 
          Eso para los mismos que martirizaban a Don Juan. Pero para todos, sobre todo para aquel grupo de niños, el manco Casildo era otra cosa. Para nosotros eso de llamarlo el “manco” Casildo no era ofenderlo ya que no le dábamos a la palabra manco más significado que si le hubiéramos llamado José Casildo, o Señor Casildo, etc., y él lo sabía. Para nosotros Casildo era un ser dulce, sereno, lleno de ternura que le salía por los ojos gris claro y en los gestos de su única mano. Era como si tuviera una luz muy grande adentro y que al mirarlo encandilaba e impedía ver su físico. 
          Y bueno, el manco Casildo llegó corriendo y vio. Vio aquel horror y le dolió como propio. Nosotros seguíamos amontonados, mirando con miedo pero con la esperanza de que al fin alguien ayudara al avestruz. Casildo intentó acercarse pero inmediatamente Don Juan reanudó sus patadas.           Casildo no se amedrentó. Comenzó a hablarle suavemente: “vamos, mi amigo; soy yo, el Casildo, ya no conoce mi voz?, tranquilo que v’y ayudarlo y después nos vamos a comer unos buñuelos qu’ice hoy.” 
          Y así siguió hablándole y acercándose de a pasitos. Don Juan no se calmó enseguida, pero ya no pateaba. Giraba la cabeza de un lado a otro goteando sangre en el suelo, y tenía erizadas las plumas del cuello. 
          Casildo alcanzó a tocarle un ala y el animal se sacudió con temor, pero reconoció aquella ternura. 
          Entonces sí; bajó la cabeza confiado como pidiendo que ya le sacaran aquella tortura. Y el  Casildo así lo hizo; desató la tira del cuello y levantó la capucha. 
          Todos gritamos a coro; un costado de la cabeza estaba muy lastimado y la sangre le empañaba un ojo. nos acercamos a acariciarlo y algunos salimos corriendo en busca de agua y vendas con qué curarlo. 
          Y se curó. Y tal vez perdonó… 
          Pero hubieron otras crueldades. 
          A Don Juan, como a todos los avestruces, le gustaban los colores vivos. Picoteaba y comía todo lo que tuviera un bonito color. De ahí que sus verdugos encontraran otra diversión. 
          Le envolvían todo tipo de cosas en papel de color y Don Juan se las comía; pero luego que las tragaba se encontraba con que tenía en su garganta una piedra, una madera, tuercas, etc. El pobre animal pasaba días y días con aquel objeto atravesado en su largo cuello y los autores del daño llegaron al colmo de apostar cuánto demoraría en desaparecer el bulto del pescuezo. 
          El menú fue degenerando hasta que un día le hicieron un envoltorio con papel rojo brillante. Nunca supimos bien qué contenía el paquete, porque cuando llegamos
corriendo para evitar que lo comiera, ya se lo tragaba y sólo quedaban en el suelo pedazos de papel y algunas migas de pan. Seguramente el avestruz se deslumbró primero con el color rojo del papel y luego terminó de convencerlo el olor del pan mojado que de seguro disimulaba el verdadero contenido. Y se lo tragó sin más ni más. 
          Esta vez sí; esta vez Don Juan estuvo muchos días con aquello trancado en su pescuezo. 
          Estábamos preocupados; ya no nos seguía. Se pasaba el día echado entre unas matas de margaritas, en la plaza, y cuando sentía pasos de alguien en el pedregullo, lanzaba unos quejidos roncos, como pidiendo ayuda. 
          El Casildo se pasaba las horas con él, acariciándolo y hablándole y nosotros salíamos de la escuela derecho a la plaza para saber cómo estaba. Pasaron  los días y por fin el bulto desapareció. Comenzó a caminar; lento, eso sí. Ya no era el mismo Don Juan que robaba fruta y corría, o nos seguía cuando andábamos en bicicleta. 
          Ahora tenía la misma mirada triste del manco Casildo y sus plumas estaban feas, sin brillo. Pero nosotros teníamos la esperanza de que pronto sería el de antes, recorriendo el pueblo erguido, con su cabeza de periscopio. 
          Hacía como un mes de esto. Las clases habían terminado. Jugábamos casi el día entero en la plaza. Don Juan había adoptado la costumbre de quedarse quieto entre las margaritas y de allí nos seguía con un aire triste y como pensativo. Así estaban las cosas. El verano estaba cerca. 
          Yo vivía en una casa frente a la plaza y me gustaba dormir con la ventana de mi cuarto –que daba a la plaza- abierta y sólo cerraba las persianas para dejar entrar de noche el perfume fuerte de la plaza, mezcla de flores, pasto y árboles; y por las mañanas el piar escandaloso de los gorriones que vivían en los plátanos. 
          Pero aquella mañana, lo que me despertó fueron voces de varias personas que hablaban a la vez. Me tiré de la cama y miré por los visillos de la persiana y no entendí muy bien lo que pasaba, pero un horrible presentimiento me hizo vestirme a la carrera y descalza nomás crucé corriendo a la plaza. A la mata de margaritas. 
          Allí, rodeado de botellas de cerveza, vino y otras porquerías, y vistiendo una camisa blanca y una corbata roja con lunares negros, estaba Don Juan. Como si lo ridículo de la vestimenta quisiera  restarle tragedia a lo demás que se veía! 
          Estaba con su cuello y sus patas muy estiradas, sus alas caídas a los lados, con las plumas erizadas, blancuzcas como si hubieran encanecido de golpe, con los ojos abiertos y velados... estaba muerto! 
          La maldad una vez más. La última para él. 
          De rodillas a su lado estaba el manco Casildo. Lloraba y le pedía perdón. Y yo me preguntaba por qué. Tal vez porque era el único con la grandeza de espíritu capaz de pedir perdón aún por algo que no era su culpa. Quizá se avergonzaba de pertenecer a la misma especie de sus verdugos. 
          Los que se habían detenido siguieron de a poco su camino. Sólo quedamos el Casildo y yo. Era muy temprano para los otros chiquilines. Estábamos de vacaciones. 
          Como a las nueve de la mañana apareció por la esquina el camión del basurero. Siempre iban dos; el más viejo manejaba y el otro juntaba la basura. Cuando este último vio lo que pasaba, llamó al otro gritándole: 
          –¡Ramiro, vení, tenés que ayudarme a cargar este bicho! ¡Si no, cuando caliente el sol v’apestar todo! 
          El otro se tiró del camión y juntos vinieron derecho a nosotros. Los chiquilines de la cuadra ya se habían levantado y al oír el griterío de los hombres cruzaron y pararon en seco al ver a Don Juan ¡muerto! 
          Ninguno hablaba, sólo nos preguntábamos en silencio cosas que nuestra inocencia no podía contestar. 
          Los basureros se acercaron con al intención de llevárselo junto con la basura. Y ahí saltó el Casildo; como un resorte. Era otro. Se plantó delante de Don Juan. Su brazo manco pegado con fuerza al cuerpo, su pierna encogida estirada que casi  tocaba el suelo
y su espalda casi recta en un supremo esfuerzo. Los ojos muy claros y mansos se le habían puesto negros y su voz nos fue desconocida cuando gritó: 
          –¡No lo toquen! 
          Los basureros porfiaban: –Salí de ahí. Hay que llevarlo. 
          –Dije que no lo toquen –volvió a gritar el Casildo–. Es mi amigo y nadie lo v’a llevar entreverado con mugre. 
          –No estorbés, manco, dentro de un rato v’a ser un mosquerío. 
          Entonces Casildo, volviendo a su voz habitual –suave y lenta– dijo: 
          –Yo me encargo de enterrarlo allá en mi rancho. 
          Los chiquilines empezamos a pedirles que dejaran que el Casildo lo llevara; que nosotros lo íbamos a enterrar bien. 
          Al final, uno le dijo al otro:
          –Y bue…, dejalo. ¿No sabés qu’éste es loco? ¡Vamos! 
          Cuando el camión dobló la esquina todos nos apuramos a organizarnos para llevar de allí a Don Juan. 
          Ignacio Correa, uno de los chiquilines, trajo un carro que se había hecho con unas tablas, para jugar en vacaciones. 
          –Nunca pensé estrenarlo en un entierro –dijo cabizbajo. 
          Entre todos, luchando y luchando, venciendo el rechazo que la muerte nos producía, con el cariño que el teníamos a Don Juan, conseguimos subirlo al carro, aunque las patas largas y una de las alas le arrastraban por el suelo. 
          Así empezamos el trayecto hasta la casa del Casildo, que quedaba en los bordes del pueblo. 
          Don Juan atravesó por última vez su plaza tan querida, haciendo crujir el pedregullo y dejando en él, con sus patas, unas rayas profundas, como las que yo hacía con las varas de plátano. Tal vez también porque quería que todos supieran a dónde había ido… 
          Nos llevó como una hora el viaje, porque teníamos que parar de vez en cuando para descansar y acomodar a Don Juan, que en cada pozo que pasábamos se escurría del carro. 
          De aquel extraño cortejo de seis niños y el manco Casildo, llevando un avestruz muerto, debía emanar mucho dolor y solemnidad porque a nuestro paso las personas se detenían y se quedaban mirando… y yo recuerdo que pensaba que en cualquier momento alguien se iba a persignar, como había visto hacer al paso de los entierros de la “gente”. 
          Y llegamos a lo del manco Casildo. Era una casita chiquita, muy simple y muy blanca de cal. Parecía una caja de zapatos. Tenía mucho terreno alrededor, casi campo. 
          Todo era muy verde y limpio. Había varios sauces llorones y un aljibe también muy blanco y con su arco de hierro pintado de negro. En la roldana colgaba un balde amarillo como una campana sin badajo, doblando en silencio por Don Juan. 
          Casildo se detuvo, nos miró a la cara a uno por uno y dijo filosóficamente: 
          –Así es la vida… y así es la muerte, no nos pide permiso–. Y agregó: –Ustedes no estén tristes; fueron muy buenos con él y él lo supo. Ahora, a darle sepultura como merece, en un lindo lugar, debajo de aquel sauce–. Y como para si mismo dijo bajo: –Entre la mugre y la basura… Faltaba más… 
          Mientras Casildo y los muchachos se disponían con una pala y algunas latas a cavar el pozo, las niñas salimos a buscar flores. 
          Conseguimos un buen ramo. En la orilla de la cuneta había unas verbenas azules. Más allá, en el baldío, había unos junquillos muy perfumados; una nena de una casa vecina nos trajo unas margaritas de las que tanto le gustaban  a Don Juan, y medio a la carrera entramos en un jardín y le cortamos una rosa roja. 
          A todo eso le agregamos unos malvones rosados, y para completar, unas ramas de transparente y unos yuyos muy bonitos que había en el terreno de Casildo. La misma pueril y bien intencionada mezcla que había en la plaza.
          Cuando aquella ceremonia inocente y trágica hubo terminado, pusimos el ramo encima y lloramos, apiñados como uno solo. 
          Después Casildo dijo: 
          –Vamos a dejarlo dormir en paz; ya es hora. Nos rodeo como pudo con su brazo y nos convidó con buñuelos.
          


          Con el correr de los años, pensé muchas veces en aquellos episodios y en todo lo que  aprendí a raíz de eso. 
          También con el paso del tiempo he visto repetirse la historia con distintos personajes. A lo mejor, …por si algo no me hubiese quedado claro. 
          Te he contado esto para ilustrar mi respuesta a tus preguntas: “¿Cómo estás?, ¿Qué te pasa?, ¿Por qué estás callada y tan quieta? 
          Sucede que también a mi me dieron a comer un envoltorio de papel rojo y a pesar de conocer la historia y de haber aprendido tantas cosas… me lo tragué. 
          Aquel papel tan bonito envolvía mucho desamor, una gran cantidad de abandono, indiferencia, ingratitud, injusticia, soledad.  En fin, era un bulto muy pesado y muy difícil de tragar. ¡Espero que nadie esté apostando sobre el tiempo que me llevará bajarlo de mi garganta al estómago! 
          Por eso yo, como Don Juan, he buscado un lugar donde quedarme quieta y no hablo. Lo que tengo en la garganta me lo impide. Mi voz es ronca y duele. 
          Pero dentro de un tiempo ya habrá pasado y también volveré a caminar, aunque sea lento, como Don Juan… 
          ¿Cómo decís?… No, esta lágrima no es por mi dolor; esta lágrima la lloro por los que me dieron el envoltorio de papel rojo.


Isabel Hernández Tibau

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