LA SEÑORITA LUCIA - Narración Completa

         

LA SEÑORITA LUCIA
Narración Completa


Aquel día en la casa de Lucía había un trajinar diferente. Se sentía en el ambiente una mezcla de alegría, inquietud, impaciencia y como una dosis especial de cariño hacia ella. 
          Es que ese día le darían su primer destino como maestra. Maestra en el interior; así lo había elegido ella. 
          La familia estaba orgullosa de su título, pero no podían evitar preocuparse por esa separación que se avecinaba. 
          ¿En qué lugar estará su escuela? ¿Será muy alejada? ¿Cómo la recibirán? ¿Tendrá lo necesario? y muchas preguntas más se hacían. Pero Lucía era realmente vocacional y sólo decía: 
          -¡Ah, cuándo estaré frente a mis alumnos!
        Por fin se supo. La escuela quedaba en un pueblo a doscientos treinta kilómetros de Montevideo. 
          Y allá marchó Lucía, entre besos, alguna lágrima disimulada y mil recomendaciones; con una valija de ropa, otra de libros y la más grande llena de ilusiones y proyectos.
          Era media mañana de fines del verano y todo estaba envuelto en una luz muy especial cuando bajó del tren. Le gustó la estación. Muy concurrida para un pueblo, pensó. Era limpia y rodeada de árboles, y le llamaron la atención unas casitas todas iguales, con techos de dos aguas, pintadas de verde inglés, y cada una con su cerco lleno de flores, rodeando la estación y muy cerca de las vías. Le parecieron encantadoras. En el aire había un perfume nuevo para ella. “Olor a campo”, se dijo, y respiró con ganas. 
          Después del primer reconocimiento miró alrededor buscando con cierto nerviosismo alguna persona que seguramente había ido a buscarla al recibir su aviso. Y efectivamente, una mujer de unos cincuenta años, de cabello rubio pero algo canoso, más bien alta, se destacó entre los demás al entrepararse y mirar a su alrededor. Se vieron y vaya a saberse por qué, cada una supo que esa era la persona que esperaban. 
          La señora Marcela Domínguez era la directora de la escuela y quiso ir personalmente a buscar a la nueva maestra. 
          Lucía se sintió aliviada y caminó hacia ella sonriendo. Hablaron algo y luego se saludaron con un beso. Marcela la ayudó con el equipaje y las dos salieron de la estación rumbo al coche en que llegara la directora. 
          Esta llevó a Lucía al hotel del pueblo y esperó a que se instalara. Entre tanto, agregó algunas preguntas más a las que le hiciera mientras llegaban al hotel y luego de ponerse a disposición, se marchó. 
          Fue en ese momento cuando Lucía sintió el impacto del cambio que se estaba produciendo en su vida.
          Estaba sola. Sola en un sitio desconocido, lejos por primera vez de su familia, de sus amigos, de sus lugares de siempre. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para sobreponerse a las ganas de llorar que la invadieron. No lloró. En cambio, recorrió la habitación, observando los muebles, la ventana que daba a un patio interior lleno de plantas y bancos como de plaza; el baño, muy limpio, y perfumado por varios jabones que había en una copa de vidrio sobre una repisa. Todo estaba bien, sencillo pero muy confortable. Después se detuvo frente a un espejo y mientras se miraba, se habló dándose ánimo y no se apartó de él hasta conseguir una sonrisa en su rostro. 
          Ordenó su ropa en un placard, y en una biblioteca pequeña que había en un rincón de la habitación fue acomodando sus libros. Terminado eso, fue por una ducha. Cuando se estaba vistiendo, le llegó desde fuera un olor a comida que aumentó su apetito. Para el mediodía, ya arreglada, con la mejor intención de agradar desde el comienzo, se dirigió al comedor. Daba a la calle, tenía unas ventanas muy altas con cortinas claras que producían una cierta penumbra al lugar, mientras en la calle el sol caía a pleno. Había unas veinte mesas con manteles blancos y un centro con algunas frutas en medio.           
          Cuando Lucía entró ya había varias personas ubicadas que la miraron sin disimular la curiosidad. Ella hizo una leve inclinación de cabeza acompañada de una también leve sonrisa, y eligió una mesa casi frente a una de las ventanas. Quería ver qué sucedía afuera sin quedar ella demasiado expuesta. Se sintió cómoda. La chica que la atendió fue muy amable y Lucía pensó que tenía un carácter extrovertido, ya que con cada plato que le traía, le hacía una pregunta; que si era la maestra nueva, que si venía de la capital, que si le gustaba el pueblo... y por fin se puso a la orden para lo que pudiera precisar. 
          –Me llamo Ana– le dijo, y con una amplia sonrisa se marchó a la cocina. 
          Ese simple contacto con Ana, la hizo sentir menos desamparada. Ya conocía a alguien que estaba cerca. 
          Después de almorzar, Lucía fue a su habitación y se acostó a descansar del viaje y a recomponer sus emociones. 
          Desde media mañana el primero de los tres grupos de chiquilines que habíamos formado para observar a la nueva maestra ya estaba dando vueltas cerca del hotel, porque  allí siempre se hospedaban los maestros que no eran del pueblo. 
          No queríamos que ella nos viera, pues nuestra intención era “estudiarla” en todo y sacar nuestras conclusiones de si nos iba a gustar o no. Aunque yo me preguntaba en qué variarían las cosas con nuestro veredicto. En fin, que allí estábamos Rosita, Carlos, Enrique, Celia y yo con toda nuestra atención puesta en ver llegar a la maestra. Y de pronto, vimos que el auto de la directora se detenía en la puerta del hotel y bajaban las dos. Nos asomábamos en la esquina, uno por uno, con sigilo de espías y retrocedíamos dando el informe de lo que veíamos. 
          –¡La maestra! –dijo Carlos y trasladó la fuerza que no pudo darle a su voz a sus ojos, que se abrieron desmesuradamente cuando agrego: 
          –¡Es linda y muy joven! 
          Acto seguido, los cuatro restantes nos asomamos juntos, olvidando que estábamos en una “misión secreta”. 
          No fuimos vistos porque en ese momento entraban al hotel llevando las valijas. 
Salimos corriendo los cinco y llegamos sofocados con la novedad a casa de Guillermo donde estaba jugando un grupo de chiquilines.
           –¡Llegó, llegó! –gritábamos todos juntos, a lo que los otros nos rodearon preguntando cosas en total desorden. Cuando nos calmamos, convinimos en que el segundo grupo la observaría por la tarde y así el tercero por la tardecita. Al final del día nos encontraríamos todos en la plaza para hacer el resumen de lo averiguado. 
          Cuando el sol casi desaparecía, llegó Marcela a buscarla para dar una vuelta por el pueblo. Ya se había corrido el rumor de que en la mañana había llegado la maestra nueva, y varias personas al verla la saludaban. 
          En el cruce de las dos calles principales estaba el Club Social, que en verano ponía mesas en la vereda; y allí se sentaron Marcela y Lucía a tomar un helado. La gente del pueblo sació su curiosidad a gusto mientras ella se sentía en exposición; pero comprendía que era algo por lo que debía pasar.
          Eran pocos los cambios que había en lugares así y eso justificaba la actitud para con ella.
          Era de nochecita cuando llegamos todos a la plaza y allí parecía estar esperándonos Don Juan, echado en su lugar preferido, entre las matas de margaritas, y aunque mostró su alegría de vernos llegar moviendo sus alas, el entusiasmo no le dio para levantarse. Entre empujones y manotazos nos saludamos todos y nos fuimos sentando unos en los bancos, otros en el pedregullo y otros en el pasto de los canteros. Y así cada uno comenzó a contar lo que había visto. 
           –La vimos cuando llegó con la directora al hotel. Es muy linda. Tiene el pelo largo y marrón –dijeron los del primer grupo. Los del segundo habían tenido dificultades, ya que no habían visto para nada a la maestra, pero… A Celia se le ocurrió entrar al hotel a ver a Ana y tratar de conseguir algún dato por medio de ella. Y sí que lo consiguió. Ana le contó en detalle ¡hasta lo que había almorzado! Le dijo que la maestra era efectivamente muy bonita y simpática, pero que se veía un poquito como triste… o asustada, y que tal vez extrañaba a su familia. Cuando ya Celia salía casi corriendo, Ana le gritó: 
           –Pórtense bien con ella. Es muy jovencita y está sola. 
           Nos mirábamos todos como aliviados de nuestros temores con lo que íbamos sabiendo. Por último, el tercer grupo empezó a contar que recién la habían visto salir del hotel acompañada por la directora y que habían estado en el club tomando helados en una mesa de la vereda. 
           –Vimos cómo contestaba sonriendo a todos los que la saludaban –dijo Sergio. 
           –Marcela hablaba mucho con ella y también se reían. Después, despacito, se fueron caminando de nuevo al hotel –agregó María. 
           Al llegar al final de los relatos nos volvimos a mirar como buscando en los otros las piezas que ahora teníamos para armar el rompecabezas, y el resultado fue unánime: 
           –¡Vamos a tener una maestra de aquellas! 
           –¡Simpática! 
           –¡Buenísima!– etc. 
           En pleno festejo llegó el Casildo y venía con su cara hecha unas pascuas; los ojos le brillaban y agitaba su única mano como escribiendo en el aire su alegría. Antes de llegar nos gritó: 
           –¡Muchachos, les traigo una noticia! ¡Llegó la maistra nueva! 
           Todos largamos la carcajada y nos acercamos a él. Los varones lo abrazaban y le hacían bromas que él no entendía, hasta que se tranquilizaron y pudimos contarle todo lo que sabíamos ya de ella. Entonces, todos juntos sentimos aquella sensación de estar felices. 
           Don Juan creyó llegado el momento de sumarse al grupo y entre aleteos y cabezazos, abrió grande su pico de bordes amarillos como riendo él también de que todo estuviera ¡tan bien! 
           La directora y la nueva maestra quedaron en reunirse en la escuela al día siguiente. 
           Cuando regresó al hotel, Lucía estaba agotada. Las emociones del día le habían llevado todas sus energías. No fue al comedor para la cena. Sólo le pidió a Ana un vaso de leche y se acostó a dormir, no antes de llamar a sus padres y trasmitirles tranquilidad. 
          Al despertar en la mañana, Lucía tuvo una sensación extraña. Era una de las tantas experiencias nuevas que se sucederían en adelante. 
          Al principio, aún entredormida, le pareció oír la voz queda de su madre y sus movimientos de siempre en la cocina; más aún, por un momento hasta le llegó el aroma del café y las tostadas que a diario iniciaban su día... allá... en su hogar. Cuando ya bien despierta vio como se desvanecía esa otrora realidad, se detuvo a pensar en cómo esas pequeñas cosas que antes eran rutina le habían proporcionado durante los años que tenía una plataforma firme desde donde lanzarse a conquistar cada día. La voz de su madre, sus idas y venidas en la cocina, los aromas, habían sido parte de su seguridad. 
          Ahora, al faltarle todo eso, sintió nuevamente que la invadía el deseo de llorar. 
          Pero Lucía tenía un carácter fuerte y sabía que en esos primeros momentos de su nueva vida no podía permitirle a su sensibilidad (que era mucha) una mala pasada. 
          Saltó de la cama a la ducha y en poco rato su ánimo ya había cambiado. Se sintió optimista. La idea de conocer la escuela la entusiasmó. 
          Fue al comedor a desayunar y lo primero que vio fue la sonrisa espontánea de Ana que la saludaba. Aquel café no era el de su madre. Sin embargo, tenían algo en común; la primera sonrisa del día. 
          Ana le explicó dónde estaba la escuela, y hacia allá salió. 
          La mañana estaba hermosa. Era temprano aún y el aire estaba nuevo. Volvió a respirar hondo disfrutando de aquel perfume sin esencias, simple, de yuyos, pasto, de árboles y de alguna flor silvestre de esas que nacen a ras del suelo y cuyo destino parece ser perfumar a quien las pisa sin siquiera verlas. 
          Para llegar a la escuela debía atravesar la plaza. Senderos de pedregullo flanqueados por plátanos y canteros con flores en una combinación  sorprendente y desconcertante, pero denotando la buena intención del jardinero. 
          Ya iba Lucía saliendo de la plaza cuando se llevó un susto mayúsculo. De entre unas matas de margaritas se levantó un enorme avestruz que a grandes zancadas se venía derecho a ella. 
          Quedó paralizada y en ese momento apareció, también sin saberse de dónde, un hombre que igualmente la impresionó. Lo primero que notó fueron sus ojos muy claros y serenos, y después que le faltaba un brazo casi hasta el codo, rengueaba y era muy encorvado. 
          El avestruz y el hombre venían hacia ella y en eso sintió cómo aquél gritaba: 
          –Comportesé, Don Juan, qu'es la señorita maistra, no haga papelones–. La arenga si bien era una orden, transmitía una cierta confianza en el "buen criterio" del animal. Y así fue. Los dos llegaron juntos al lugar donde Lucía parecía estar clavada. El hombre se sacó el sombrerito que traía puesto y con él apretado bajo el brazo manco, extendió su única mano hacia Lucía diciendo: 
          –Yo soy Casildo. Bah, el manco Casildo me llaman todos, y él es mi amigo Don Juan. Perdone el susto, maistra; es qu’él es muy curioso y como es tan grande y atropellao el pobre, los que no lo conocen se julepean –y se rió. Se rió con una risa de niño travieso pero inocente. 
Mientras Lucía recuperaba el aliento, Casildo siguió sus explicaciones como para darle tiempo a serenarse. 
          –Yo la vi ayer en la estación y calculé qu’esto iba a pasar, así qu’estaba en guardia. De ahora tiene dos amigos en el pueblo: el manco Casildo y Don Juan. –Volvió a reírse y los tres comenzaron a caminar hacia la escuela. Ya más confiada Lucía agradeció a Casildo y permitió que el avestruz caminara a su lado, no sin cierto recelo. 
          Con el correr del tiempo estos dos personajes, asumirían como una responsabilidad acompañar a la maestra a la ida y a la vuelta de la escuela. Entre Casildo y Don Juan se había producido una simbiosis y al "tratarlos", a veces se perdía la línea de separación entre uno y otro. Era más que evidente que la inocencia, la ternura y la fidelidad eran comunes a ambos. Lucía les tomó mucho cariño a los dos. 
          La escuela era grande. Blanca y chata; semejaba una enorme paloma echada en medio del terreno verde y arbolado. Estaba abierta la puerta de entrada, y Lucía… entró. Había "olor a escuela", ese olor característico que todos trajimos en algún tiempo impregnado en la túnica y el pelo al volver a casa. 
          La directora salió de su escritorio sonriendo. 
          –Te estaba esperando –dijo mientras avanzaba hacia ella. Las dos comenzaron la recorrida. Lucía estaba ¡encantada! Era como si en sus sueños hubiera reservado un lugar en el que "esa" escuela era la única que llenaba su ilusión. 
          Todos los ambientes tenían enormes ventanales que daban a un patio amplísimo donde se hacía el recreo, pero reservando una parte del mismo para las "chacritas". Las chacritas eran unos canteros destinados a que cada clase tuviera su experiencia agrícola, y esa tarea traía aparejada la responsabilidad, el éxito y la derrota, y sobre todo una preparación elemental para niños que en su mayoría verían transcurrir sus vidas en el medio rural. También en un rincón había dos corralitos: uno para dos conejos y otro con una gallina y seis pollitos, para el plan de cría de animales domésticos. Según la directora, esas tareas entusiasmaban muchísimo a los chiquilines. 
          Luego fueron a la cocina-comedor, enorme y encantadora. También tenía grandes ventanales con cortinas a cuadros blancos y rojos, dos cocinas de hierro (desconocidas totalmente para Lucía) con ollas siempre largando vapor. Había además mesas y bancos de madera rústica más un enorme mueble lleno de platos, tazas, y demás enseres de cocina. Todo se combinaba para dar aquel aire campestre tan bonito! 
          Allí estaba Juana, la cocinera, una negra tan amplia de físico como de simpatía. Recibió a Lucía con su especialidad: boniatos al horno acaramelados. Nunca había comido eso... y le encantó, ¡estaban deliciosos! Con eso quedó sellada la amistad entre ambas. 
Marcela dejó para lo último develar cuál iba a ser el salón de clase de la nueva maestra. La tomó del brazo y se detuvo en la puerta, la miró con aire de picardía y dijo… 
          –Srta. Lucía, este va a ser su salón de clase; desde este momento queda bajo su responsabilidad–. La directora siempre hablaba así, con una formalidad muy cómica, dejando a su interlocutor con cierta incertidumbre sobre la seriedad del asunto. Y Lucía sintió que a pesar del "aire travieso" de Marcela, en lo dicho estaba escondida la intención de recordarle que estaba asumiendo un compromiso y un desafío. 
          Entró y miró todo en detalle. Los bancos con sus pupitres, como nuevos de tan bien cuidados; al frente su escritorio con un florero azul a un costado; detrás el pizarrón de goma negra y un mapa de América del Sur. Habían también dos bibliotecas llenas de libros y otros materiales. Encima de una de ellas había un globo terráqueo y sobre la otra un nido de hornero que Lucía se apuró a examinar, ya que nunca había visto uno de verdad. Las cortinas de los ventanales de tela clara y pesada luchaban por parar el sol, que parecía empeñado en meterse en cada rincón de aquella escuela. 
          Lucía no sabía cómo expresar su alegría. Sólo decía: 
          –Es perfecta, es perfecta. 
          Marcela recordó su primer día en la escuela y entendió muy bien lo que esa maestrita tan joven estaba sintiendo en ese momento. Ella había nacido en ese pueblo pero había hecho su carrera de magisterio en Montevideo. Luego volvió con su título, su nombramiento y tantos sueños como Lucía. Y allí estaba desde hacía muchos años, cada vez más convencida de que era en ese pueblo y en esa escuela que quería estar. 
          Salieron las dos y cruzaron nuevamente la plaza, vigiladas desde cierta distancia por Don Juan. 
          A eso de las once de la mañana fuimos llegando a la plaza y seguimos con el tema de la maestra. Celia pasó nuevamente por el hotel a ver a Ana y “conseguir más datos”. 
          –Se llama Lucía y salió temprano para la escuela –informó Celia con la seriedad que la misión merecía. 
          Decidimos ir hasta allí pero ya no estaban. Nos quedamos entonces conversando sobre las clases, a qué año iría cada uno. 
          Yo… prefería quedarme callada, pues no quería confesar que estaba bastante asustada. 
          El caso era que yo no había ido a la escuela todavía. Es decir: mientras los de mi edad habían hecho primero el año anterior, a mi no me habían inscrito y mi abuela me había enseñado durante todo el año en casa. Ahora tenía un problema: me iban a tomar un examen para saber en que clase me pondrían. 
          Había estudiado mucho y mi abuela era muy severa en cuanto a exigirme, pero a mi me entraban las dudas y tenía mucho miedo de no saber tanto como los que habían hecho primer año en la escuela. Por eso no quería tocar el tema y me quedaba callada. 
          la noche cuando Lucía habló a su casa, su entusiasmo y su alegría eran tales, que sus padres pudieron por fin confiar en que su hija estaba bien en donde estaba. 
          Unos días antes de empezar las clases me avisaron que tenía que ir a la escuela para hacer una prueba y ver finalmente en que clase me pondrían. Me sentía muy, pero muy asustada y pensaba mucho en la Srta. Lucía, pues me decía que las dos teníamos que pasar por un desafío. Yo por el examen que tenía que dar sola, sin compañeros, ni mi abuela. Sola con dos maestras y la directora. Y ella, por empezar a dar clase sin tener tampoco a nadie, ni su familia, ni amigos que la ayudaran. 
          Y allá fui. No conocía la escuela por dentro y me pareció tan pero tan grande que pensé que me perdería entre tantos salones y corredores. En seguida vino Marcela, la directora, y después de saludarme con un beso me pasó el brazo por los hombros y me dijo: 
          –Hola, Isabelita. ¡Que bueno que este año sí te tengamos con nosotros! Vamos al salón y empecemos ya la pruebita. 
          –Me dice así –pensé– para que no me asuste, pero estoy segura que me van a tener todo el día preguntándome cosas y haciendo cuentas. 
          Después que saludé a la Srta. Sara y a la Srta. Ramona me senté… y ¡desaparecí! 
          Sólo recuerdo que de pronto la directora vino hacia mi banco y dijo:
          –Diste una prueba excelente. Tu abuela hizo un muy buen trabajo. Has tenido un resultado por encima de segundo año y deberíamos ponerte en tercero, pero por tu edad no podemos, así que decidimos que estarás en segundo, con la Srta. Lucía. 
          A mi me costó un poco entender todo aquello. yo estaba segura de que entraría como todos desde primero, con un poco de ventaja por lo aprendido en casa, pero luego eso de… tercero…, segundo… Había estado muy nerviosa esos últimos días y la prueba me agotó, así que lo único que me quedó claro fue que estaría en la clase de la Srta. Lucía. 
          Lo antes que pude salí corriendo de la escuela y crucé la plaza con Don Juan que corría a mi lado sin saber ni a dónde iba, ni por qué corría. Pero quiso ir conmigo. 
          En la esquina opuesta estaban los chiquilines y al verme correr se vinieron a mi. Y todos preguntaban: 
          –¿Y? 
          –¿Cómo te fue? 
          –¿Vas a ir con nosotros a la escuela este año? 
          –¿Fue difícil lo que te preguntaron? 
          No paraban de hablar. 
          Cuando lo hicieron les dije: –¡Voy a la clase de la Srta. Lucía! 
          –¿Cómo? –dijeron mirándose y mirándome–. Ella va a tener segundo año. Y vos, ¿no vas a ir a primero? 
          Les conté lo que había dicho la directora y todos empezaron nuevamente la gritería. Me palmeaban, me sacudían, las chiquilinas me besaban y felicitaban como si fuese mi cumpleaños. Terminado el bochinche, seguí con algunos de ellos para mi casa a dar la noticia. 
          Mi abuela lloraba y se reía… y yo también. Me gustó verla tan contenta a pesar de que lloraba. 
          Esos días que quedaban de vacaciones me dejaron salir a jugar bastante y todos aprovechamos de lo lindo. 
          Faltaban pocos para empezar las clases y todos los chiquilines del pueblo tenían esa mezcla indefinida de tristeza por terminar las vacaciones, e impaciencia por empezar el nuevo año. Allí no había mucha sorpresa en cuanto a compañeros nuevos ya que todos éramos como de una enorme familia. Todos, o casi todos, pasaban juntos de clase, todos jugábamos juntos, juntos íbamos al mismo cine, y todos íbamos a los cumpleaños de todos. Pero, lo que sí generaba mucha expectativa eran las maestras nuevas, y Lucía era la única nueva ese año, por lo tanto toda la atención estaba centrada en ella. 
          Y llegó el día. Comenzaban las clases. 
          A las siete y media la maestra llegó a la plaza y la emoción le apretaba el pecho. Era una mañana de verano aún, con un cielo turquesa y tantos tonos de verde, tantos colores en aquellas flores sencillas, que parecía que la naturaleza estaba toda de estreno. Y del otro lado de la plaza, ¡la escuela! Blanca, como de túnica nueva ella también.
          Caminaba Lucía haciendo crujir las piedritas de los senderos, cuando apareció Don Juan y junto a él el Casildo que le hacía adiós agitando su mano repleta de simpatía y apretando un ramito de flores silvestres. Apuró el paso para alcanzarla y Don Juan hizo lo propio, aunque sin adelantarse al Casildo, como respetando la dificultad que éste tenía para caminar. 
          Lucía devolvió el saludo y la sonrisa y también aminoró el paso dando tiempo a que sus dos amigos llegaran. 
          –¡Buen día maistra!, sirvasé; ni el Don Juan ni yo vamos a la escuela –rió–, pero quisimos traerle estas flores como hacen los chiquilines! 
          –¡Son preciosas! –dijo Lucía– y las voy a poner en mi escritorio para que todos las vean. ¡Muchas gracias!–. E hizo algo que el Casildo no olvidaría jamás y tampoco Don Juan: se acercó y besó la mejilla del uno y lo mismo hizo en el costado del pico del avestruz (olvidando el temor que les tuvo el primer día que los vio). 
          –Me voy corriendo, –dijo– si no, voy a llegar tarde el primer día de clase!–.Volvió a agitar su mano en el aire y siguió hacia la escuela con paso ligero. 
          Casildo y Don Juan, aún no habían reaccionado de aquel regalo de afecto, quizás el primero que recibían. Aún sosteniendo su mano en la mejilla, Casildo dio la vuelta despacito. Después, puso el brazo sobre el lomo de Don Juan y bajito le dijo: –¡Qué linda es la maistra y qué corazón tiene!–. Lo miró a la cara al avestruz y agregó: 
          –Vamos a tener que cuidarla y quererla mucho pa’ que no estrañe y se ponga triste... –y don Juan hizo un movimiento involuntario con su cabeza, que pareció su sí a un compromiso. 
Cuando Lucía entró, la directora y algunas maestras que estaban yendo y viniendo por los corredores, la saludaron con simpatía y algunos chiquilines, los más ansiosos, ya andaban recorriendo la escuela como para asegurarse de que todo estaba igual. 
          Lucía fue a su salón, corrió las cortinas y el sol pintó todo de amarillo en un segundo. Abrió algunas de las ventanas y el olor a pasto perfumó el ambiente. 
          De pronto se oyó la voz de la directora pidiendo a maestras y alumnos que se reunieran en el patio principal. Todos se apuraron a llegar allí y tras unas palmaditas de Marcela se hizo silencio. Comenzó entonces el consabido discurso con que comienzan siempre las clases: bienvenidas, esperanzas de padres y maestras de que “este año todos se esfuercen y rindan, y aprendan, y aprendan, y pasen de año, y…”, en fin, que ninguno de los chiquilines oyó más allá de "!Bienvenidos, niños!" 
          Estaba la directora hablando aún, cuando de pronto entró corriendo, como una tromba, tanto que sólo se detuvo cuando pechó a los primeros chiquilines de las filas allí formadas… ¡Braulio! 
          Venía rojo, despeinado y transpirando. La directora al verlo se puso la mano en la frente y casi gritó: –¡Braulio! No puedo creer que este año también empieces las clases dando la nota!. ¡¿Cómo entras a la escuela el primer día a toda carrera?!–  A lo que Braulio contestó sofocado: 
          –¡La carrera me la pegó un perro, Sra. directora! –con lo que todo fue una carcajada y la directora optó por pasar por alto el asunto. Cuando volvió la calma, cada maestra llevó su grupo al salón correspondiente y… así empezó el nuevo año escolar. 
          Ya frente a su escritorio donde en el florero azul se destacaba el ramito de flores multicolores del Casildo y Don Juan, Lucía les sonrió a todas aquellas caritas que la miraban curiosos y expectantes, y que serían su compañía, su nueva familia día por día. Los miró sentados frente a ella en un orden y un silencio que sólo duraría por un rato, y dijo: 
          –Soy la Srta. Lucía…–e intentó algunas palabras más que salieron con una voz temblorosa por la emoción y la alegría. 
          Mientras hablaba, su mente se dividía en otros pensamientos, que iban lejos, hasta su hogar, su hogar de antes (ahora su hogar estaba allí), y les contaba a sus padres, cómo empezaba a hacerse realidad su sueño... en ese pueblo, con esa gente, y sobre todo con una Lucía que si bien era la misma, estaba agregando experiencias nuevas que la irían convirtiendo con el tiempo en uno más de los personajes que destacaban en esa comunidad… como el manco Casildo y Don Juan, el avestruz…

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          Estaba agachada a la altura del cajón más bajo de mi cómoda buscando unas agujas de tejer, cuando de pronto veo, asomando por debajo de todo, en el fondo del cajón, mis carpetas de la escuela. Hacía años y años que estaban guardadas ahí y seguramente las veía tan a menudo que al final no las notaba. Pero ese día, no sé por qué, no pude separar mi mano de una de ellas. 
          La levanté del cajón despacito, como se saca una flor seca de entre las páginas de un libro olvidado, temiendo que se deshaga. Me senté sobre la alfombra y puse frente a mí la carpeta. Estaba hecha de cartulina rosada y en su frente tenía varias flores de colores de papel glacé y debajo, escrito por la maestra, con unas letras gorditas y adornadas decía mi nombre y más abajo: Segundo Año. 
          La abrí lentamente y tuve la sensación de entrar en una de esas máquinas del tiempo que vemos en las películas. Sentí que volvía a mis siete años, a mi pueblo, a mi escuela… Había adentro varios cuadernos (de no muchas hojas, pero recordaba que a mí me parecían enormes) y varias hojas con dibujos. Fui sacando uno por uno los cuadernos y quedé rodeada de todos aquellos recuerdos maravillosos. Cada página era un día de mi vida y de los demás que estaban conmigo. 
          Reviví aquel grupo de chiquilines, siempre unidos, que se juntaban en la plaza, verde de pasto, de árboles y colorida de flores, con senderos naranjas de pedregullo. Eramos como una bandada de gorriones, sencillos, simples, alborotando siempre con nuestras risas, siendo felices con sólo vivir compartiéndolo todo; libres. 
          Sí, éramos felices; porque nuestros códigos los teníamos grabados en el corazón desde siempre. 
          Nadie tuvo que enseñarnos nunca que no debíamos pelear, o que debíamos prestarnos las cosas. Eramos autodidactas en eso. 
          Nacimos con los valores. Había una bicicleta que era de Mario, pero que usábamos todos; en la escuela los lápices de color iban de un banco a otro y a todos nos quedaban preciosos los dibujos; y cuando íbamos a la matineé, siempre había una bolsa de maníes o de caramelos que recorría en la oscuridad la fila de punta a punta sin que nadie reclamara haberla comprado. 
          Las alegrías y las penas no nos pasaban a cada uno de nosotros; nos pasaban a todos. 
          Y así crecíamos, despacio, sin prisa; ¡era tan lindo disfrutar juntos, para qué apurarse a crecer! 
          No recuerdo rebeldías inútiles, ni ofensas, ni discriminaciones; mucho menos violencia. 
          Y dormíamos como angelitos. 
          Yo, y como yo toda aquella generación, conocimos esa maravillosa forma de crecer. Casi sin juguetes, y por suerte, sin hamburguesas, sin juegos electrónicos y sin grifas en la ropa. 
          Teníamos una bicicleta y un carro hecho de tablas en el que nos llevábamos unos a otros, y algunos libros de cuentos que leíamos a la hora de la siesta, (nos la perdonaban si nos quedábamos quietos por un rato) comiendo entre todos alguna fruta o algunas galletitas que uno de nosotros llevaba, sentados en el pasto de la plaza. 
          Entonces no había niños estresados ni traumados por una penitencia… 
          Tal vez hacía falta este tiempo transcurrido, para entender por qué, aquella maestra jovencita, la Srta. Lucía, nos llegó enseguida al corazón. Porque venía a darnos lo que sabía, venía a compartir su afecto con nosotros, venía a ayudarnos a crecer, renunciando a una vida con su familia, una vida más cómoda y amena, venía de una ciudad con muchos cines y muchas plazas…

Esta foto no corresponde a la clase de la Señorita Lucía, Es un 3er año con la Sra. Alba Pressa de Peradotto.
Escuela No. 4 de 2o. Grado. 
© Isabel Hernández Tibau

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