RUDECINDO - Narración Completa

         


RUDECINDO
Narración Completa



          –¡Pará, no le tirés, que la calandria está empollando! 
          Ramoncito clavó el talón en tierra y paró en seco la carrera con que se acercaba al árbol y bajó la mano –casi la escondió– con la piedra apretada. 
          El grupo de chiquilines que estábamos cerca, nos dimos vuelta a ver qué pasaba. Nos acercamos y vimos a Ramoncito con los ojos muy abiertos y expresión de desconcierto, y a Rudecindo, con cara de pocos amigos, que trepaba al árbol con una habilidad increíble y al llegar a la rama donde estaba el nido, se puso a hablarle como si allí hubiera una persona. Luego bajó, aún con cara de enojado. Nos apuramos a preguntarle qué había pasado y él acomodándose los pantalones y la camisa, y calzándose las alpargatas que se había sacado para subir más fácilmente al árbol, nos miró uno por uno y dijo: 
          –Ustedes no saben nada del campo; vienen acá y se creen que pueden hacer cualquier barbaridad que se les antoje. Pues ¡no! Aquí las cosas no son como en ese pueblo donde ustedes viven–. Y siguió: –Ahí arriba, –y señaló el árbol– hay una calandria que hace días empezó a empollar sus huevos, y de ahí van a salir varios pajaritos. Yo hasta le traigo comida y me fijo que esté bien. 
          Lo miró directo a Ramoncito y le dijo: 
          –¿ Y vos qué ibas a sacar de bueno tirando el nido? Decí que yo la calmé; si no, te saca los ojos! 
          Instintivamente el otro se tapó los ojos y todos nos sentimos un poco responsables y avergonzados de la torpeza de Ramoncito. Él siempre intentaba hacer eso, y en otras oportunidades nos habíamos enojado con él porque trataba de tirar los nidos de los plátanos de la plaza. El Casildo nos dijo una vez que a lo mejor lo hacía porque él no tenía nido, es decir: casa. 
          A Ramoncito los padres lo habían abandonado en la puerta de la iglesia y se habían ido del pueblo. El cura lo encontró y allí empezó su historia. 
          Se fue criando con la ayuda de algunas beatas que frecuentaban más que otras la iglesia. Cuidado estaba, alimentado y hasta un poco querido también, pero yo pienso que algo le faltaría para no poder sanar aquella herida del abandono… 
             Bueno, la cosa del nido pasó y seguimos jugando. 
          Durante el año escolar siempre íbamos a pasar el día a alguna estancia cercana. No faltaban compañeros cuyos padres invitaran a la clase de su hijo a ese paseo. En esta oportunidad iríamos a la estancia del padre de Pablo Olazábal. 
          Temprano, en la mañana de aquel domingo de primavera, nos reunimos en la puerta de la escuela con la Srta. Lucía y Marcela la directora. Estábamos tan ansiosos e inquietos que nos reíamos por todo y por nada. La mañana empezaba preciosa, templada aunque era muy temprano. El cielo turquesa, con el sol nuevito, presagiaba calor. El olor de la plaza, tan fresco y perfumado, aunque no era nuevo para nosotros, esa mañana nos llenó los pulmones hasta dolernos. Algunos parecían desperezarse del madrugón, cuando en realidad estaban respirando hondo aquel regalo de la plaza tan querida. 
          A las siete y media, según lo convenido, llegó el camión que había mandado Olazábal a recogernos. Subimos en un puro desorden hasta que la Srta. Lucía anunció que quien no tuviera buenos modales se quedaba… Fue como bajarle el volumen a una radio. El griterío se convirtió en murmullo y la cortesía exagerada reinó en el camión. Reinó por diez minutos, que fue el tiempo en que estuvimos arriba, sentados como pudimos, cada uno con su bolso. En cuanto la directora le avisó al que manejaba que estábamos listos y arrancamos, el griterío volvió a reinar. 
          Cuando ya dejábamos atrás la plaza, alcanzamos a ver al Casildo y a Don Juan que desde las matas de margaritas nos miraban como tristes, aunque la mano del Casildo saludándonos pretendiera mostrar alegría. Por un momento se silenció el alboroto y sentimos algo raro, mientras levantábamos también las manos saludándolos. Ya fuera del pueblo empezamos a cantar y hasta Marcela y Lucía se sumaron y ya no intentaron llevarnos callados y quietos. 
          –Vamos a dejarlos que disfruten –dijeron. Y así fue. 
          Muchos de nosotros estábamos familiarizados con el entorno, pero otros no. La Srta. Lucía era una de ellos. Todo le llamaba la atención así que le íbamos explicando lo que preguntaba hablándole todos a la vez. 
          Estaba encantada con lo verde del campo, sólo salpicado por los corderitos con pocos días de nacidos que junto a sus madres parecían nubecitas muy blancas que hubieran caído del cielo. Pasamos cerca de un arroyo donde estaban tomando agua unos caballos que al sentir el camión salieron corriendo con las crines al viento. Luego vimos una extensión de campo plantado de diferentes cosas y Rosita lo encontró parecido “a los acolchados de retazos que hace mi abuelita”, dijo. 
          Cuando llegamos, Pablo salió corriendo desde la casa hasta la portera, la abrió y se subió al camión para ir con nosotros el último tramo. Salieron a recibirnos los padres de Pablo y también gente que trabajaba allí. Todos nos saludamos y después nos hicieron entrar. 
          En el comedor nos esperaba una mesa llena de cosas ricas y café con leche. Nos sentamos y empezamos a comer bajo las miradas cruzadas de la directora y de la maestra Lucía que no estaban, por lo visto, muy seguras de que no sucediera algún percance. 
          Mientras desayunábamos, –por segunda vez–, vimos a un chiquilín que nos miraba por una ventana y que al verse descubierto se fue; pero al rato se asomó por la puerta, nos miró, y se fue nuevamente. 
          –¿Quién es? –preguntamos-. 
          –Es Rudecindo, el hijo de Rosa, la cocinera –dijo Pablo–. Es muy chúcaro –agregó y se rió.
          Empezó a transcurrir la mañana. Recorrimos los alrededores, conocimos a Leal y a Batuque, dos perros enormes, uno negro con manchas blancas y el otro marrón claro. Nos acompañaron corriendo alrededor nuestro. Otras veces adelantándose como para guiarnos en el paseo. 
          Rudecindo seguía nuestras idas y venidas, ya desde la puerta de un galpón, ya desde atrás de un árbol. Fue entonces cuando sucedió lo del nido de la calandria. Allí fue más fuerte su amor por aquellos pajaritos aún sin nacer que su timidez y corrió a defenderlos. Después, se retrajo nuevamente, pero Ramoncito ya no dio dos pasos sin buscarlo con la mirada, no sé si por temor a otra arremetida del muchacho o porque el incidente le había dejado algunas ideas dándole vueltas en la cabeza. 
          A eso de las once de la mañana, uno de los peones se acercó trayendo dos caballos de las riendas y dijo que los mandaba don Olazábal para que nos diéramos unos paseítos sin irnos muy lejos. 
          …Y ahí empezó el problema. La mayoría de nosotros no sabíamos andar a caballo; no sabíamos ni siquiera cómo treparnos a la montura. Los mirábamos, les caminábamos alrededor, y seguramente todos pensábamos que en lugar de estribos tendrían que haberles puesto unas escaleritas y así sí sería más fácil. Estábamos en esto, cuando Rudecindo salió de su escondite y se fue acercando al grupo. En lo que iba de la mañana se había limitado a seguirnos de lejos, sin participar de nuestros juegos, pues a cada rato sentíamos gritar su nombre, que para ir por leña, que para llevarles agua a las gallinas o para darles de comer a los cerdos, y demás. 
          El que más había estado pendiente de Rudecindo había sido Ramoncito y al verlo venir se puso en guardia. Cuando estuvo cerca dijo: 
          –¿No ve? ¡Lo que yo digo!, ninguno sabe andar a caballo, son de pueblo…–. Y tomando uno de los caballos de las riendas, le pasó la mano por las crines. Lo mirábamos pensando que se llevaría los caballos pero en cambio dijo: –A ver ¿quién sube primero? Yo le doy una mano–. Y nos pasó la mirada por encima con aire de "yo sí sé". 
          Increíblemente, Ramoncito fue quien aceptó el desafío. Por un segundo los ojos de ambos se encontraron. Si la intención de Rudecindo era la de mostrar que él, aunque era del campo, también sabía y en ese caso más que nosotros que veníamos de ese pueblo que él ni conocía, tuvo que cambiar su actitud, pues en la mirada de Ramoncito no había ahora arrogancia, sino humildad. El quería aprender a andar a caballo y reconocía que el otro sabía de eso. Fue ese reconocimiento y la confianza que estaba poniendo, a pesar del mal comienzo que habían tenido lo que hizo que de pronto Ramoncito y Rudecindo comenzaran a entenderse de maravillas. 
          Todos mirábamos lo que estaba pasando, callados, como queriendo entender mejor esa especie de diálogo mudo que tenían aquellos dos. 
          Rudecindo le arrimó el caballo a Ramoncito y le dijo: 
          –Tenés que poner un pie acá, te agarrás de la montura y subís. 
          Dicho así parecía muy fácil y él trató de hacerlo, pero le erró de pie y cuando ya iba levantando el cuerpo, todos largamos la risa, pues nos dimos cuenta, al igual que él, que iba a quedar mirando para la cola del caballo. Rudecindo se rió por primera vez con nosotros, pero enseguida nos dijo: 
          –¡Bueno, no se rían, che! No creo que alguno de ustedes lo hubiera hecho mejor. 
          Ramoncito se tiró al suelo entre avergonzado y agradecido por la defensa de Rude. 
          –¡Dale, probá otra vez, pero con el otro pie. Dale que yo te tengo las riendas para que el overo no se mueva! 
          Esta vez sí Ramoncito subió, pero le pareció que aquel caballo era ¡tan alto! que quedó como acostado de barriga y abrazado al pescuezo del animal que a pesar de no saber a qué se debía aquel cariño, ni se movió, pues era un matungo viejo que ya no se impacientaba por nada. 
          Rudecindo, tentado de la risa, pero haciéndose el serio, le pasó las riendas que el otro agarró como si se tratara de cables pelados. Estaba asustado pero no quería aflojar. Rudecindo tomó del cabestro al animal y comenzó a darle las indicaciones al jinete. El overo empezó a caminar despacio como considerando el susto del debutante. Rudecindo caminaba a su lado, y le hablaba algo que no le oíamos, y de a poco Ramoncito se fue enderezando en la montura y de a poco también, recuperando su autoestima, maltrecha en el comienzo de la aventura. 
          Iban los dos muchachos y el caballo, desde el aljibe que había en el medio del patio en donde estábamos, hasta la tranquera, y desde allí pasaban por detrás de los galpones y aparecían nuevamente en dirección al aljibe. Dieron así tres vueltas, hasta que Ramoncito dijo:–¡Alcanza! Voy a bajar–.                   Rudecindo paró el caballo y le dijo al jinete: –Bueno, ahora tenés que sacar un pie del estribo y levantar la pierna por encima del lomo del overo. 
          Ramoncito siguió las instrucciones… y venía bien! Pero cuando ya tenía el cuerpo colgando en el costado del caballo, buscó el suelo para pararse… y no lo encontró. Se prendió entonces con más fuerza de las crines y de la montura mientras buscaba desesperado apoyar un pie y como seguía sin lograrlo, optó por largarse. Cayó sentado y con uno de los pies metido aún en el estribo. Rudecindo se apuró a destrabarlo y ahora sí cayó del todo! 
          Todos teníamos la risa contenida, pues nos parecía que el esfuerzo que había hecho nuestro amigo no merecía más burlas. Se levantó lo más rápido que pudo, sacudiéndose los pantalones llenos de pasto y tierra. Entonces Rudecindo le palmeó la espalda y le dijo: 
          –¡Estuviste muy bien! !Si seguís así, te vas a volver tropero! 
          –Si no me hubieras ayudado, no hubiera podido –dijo dolorido, Ramoncito, mientras se masajeaba… el honor–. ¡Gracias… amigo! 
          Rudecindo preguntó: –¿Quién sigue? 
          Pero después de aquella demostración de nuestro compañero, fue suficiente, así que a coro dijimos: –¡Yo no, gracias! 
          Entonces, tomando por las riendas a los dos caballos, el muchacho se volvió en dirección a las caballerizas, sin decir nada más. 
          Nos quedamos mirándolo alejarse y el gordo Miguelito dijo: –¡Qué tipo raro éste! 
          Al poco rato oímos una campana y vimos movimiento en los galpones y en la casa. Apareció corriendo Andresito, que no se había unido al grupo de la "cabalgata", pues había preferido estar con los peones debajo de un quincho donde se preparaba un asado con cuero y demás. ¡Eso a él le encantaba! La campana avisaba que era hora de comer, y eso venía a decirnos Andresito, con la cara arrebatada por haber estado tan cerca del fuego. 
          Descontado que salimos corriendo, pues con aquel aire de campo, nuestro apetito se había duplicado. 
          Cuando llegamos vimos que en el mismo lugar donde se había hecho el asado, había dos mesas largas tendidas con manteles blancos. En una nos ubicaron a los chicos y en la otra se acomodaron los mayores. Esperábamos que Rudecindo estuviera con nosotros, pero Pablo nos dijo que él comía en la cocina con su madre. No nos gustó mucho eso, pero… pensamos inocentemente que esa era su decisión y que no quería ser nuestro amigo. 
          ¡Qué rico estaba todo! La Srta. Lucía estaba intentando comer por primera vez asado con cuero, y nos reímos mucho de las caras que ponía! 
          Después del almuerzo, nos sentíamos demasiado pesados para jugar o simplemente caminar, así que nos fuimos hasta un ombú enorme que estiraba sus raíces como si fueran brazos aferrándose a la tierra. Estaba a cierta distancia de la casa y nos pareció que era el lugar perfecto para sentarnos a descansar. 
          Aquel silencio de la hora de la siesta, más la sombra fresquita del árbol, hizo que nos quedáramos por un rato en silencio, unos sentados arrecostados al tronco, otros acostados en el pasto. Estábamos medio aletargados con aquella comilona. 
          Entre tanto, oíamos llamar: –¡Rudecindo, traé la yegua y ensillala!–. Al rato: 
          –¡Rudecindo, ¿llevaste agua al corral de los conejos?!–. Y así continuamente desde que llegamos. Vimos ir y venir al pobre muchacho, que con el ternero, que con la comida a los cerdos, que con el maíz a las gallinas, en fin, no tenía descanso… Y en eso nos quedamos pensando mientras nosotros sí descansábamos… de jugar y pasarla bien. 
          Cuando finalmente se calmaron y dejaron de llamarlo, Ramoncito se levantó del pasto y dijo: 
          –Voy a traerlo para que juegue un rato con nosotros –y salió corriendo. 
          Seguramente encontró que su nuevo amigo estaba todavía en alguna tarea, porque demoraron en venir. 
          Mientras tanto nosotros, a punto de quedarnos dormidos, decidimos jugar a algo. 
          –¡Al veo-veo! –dijo Braulio y todos estuvimos de acuerdo, pues nos mantendríamos entretenidos y quietos a la vez. 
          Fuera de aquella sombra tan agradable, el sol se tendía sobre todo el campo a dormir su siesta y nadie se atrevía a hacer ruido; sólo una chicharra, creo, o quizás algún pájaro dejaba escapar un chirrido, no sé, y algún ruido lejano que venía desde la estancia. 
          Empezamos a jugar y por supuesto a reírnos de todo. En eso aparecieron corriendo a campo traviesa Ramoncito y Rudecindo. 
          Llegaron y se tiraron al suelo, agitados por la carrera y porque venían a las risas como escapándole al sol. 
          Les dijimos a qué estábamos jugando y Ramoncito dijo: -¡ Bárbaro, me gusta! 
          Pero la cara de Rudecindo cambio. Pasó de la risa a una expresión de desconcierto. Esperó que empezáramos a jugar y se mantuvo callado oyendo
aquello de "empieza con T y termina con S, o empieza con A y termina con L", hasta que le dijimo
          –¡Te toca a vos, Rude! 
          –¡¿Me toca a mí qué?! –preguntó con cierto tono de enojo y colorado hasta el pelo. 
          –Te toca a vos elegir la palabra y decirnos con qué letra empieza y con cuál termina. ¿En qué estás pensando?! 
          Se quedó serio y paralizado. Sentía que le decían: 
          –¡Dale, dale, estás dormido! Este nos va a buscar una bien difícil, algo de campo que nosotros no sabemos, –decían–. 
          Y él sentía como un mareo con todos aquellos diciéndole cosas. No pudo más, se levantó de un salto y salió corriendo de vuelta hacia las casas. 
          –¿Qué le pasó?– preguntó Ramoncito. 
          –¿No les dije que es chúcaro? –dijo Pablo. El no está acostumbrado a jugar con otros chiquilines, sólo conmigo y a veces, porque siempre está haciendo algo que le mandan. Bueno, vamos a seguir. 
          Pero ya ninguno quiso seguir jugando. Nos había apenado lo sucedido y decidimos ir a buscarlo otra vez. No lo encontramos por ningún lado. Al final fuimos a preguntarle a la madre. 
          Por supuesto , Rosa estaba en la cocina lavando una montaña de ollas y platos. Le contamos lo que había pasado y ella nos escuchaba con cara triste. Después nos dijo: 
          –No es que no le guste jugar con ustedes. Al contrario. Toda la mañana me estuvo diciendo: 
          –¡Cómo me gustaría poder jugar con ellos un rato, aunque más no fuera! Yo sé lo que le pasó. Sintió vergüenza. 
          –¿Vergüenza de qué? –preguntamos. 
          –Porque ustedes jugaban a algo con letras, me dijeron, y él no las conoce. El no va a la escuela como ustedes o como el niño Pablo. Rudecindo no sabe leer ni escribir. 
          Fue como si la humillación de aquel muchacho, nos hubiera atravesado, dolido a todos por igual. Nos sentimos casi con vergüenza también, pero de ser, sin quererlo, diferentes a él sin saber por qué razón. 
          Rosa se sonrió con tristeza y poniéndonos las manos sobre los hombros, dijo: 
          –No se aflijan. Ya se le va a pasar. Vayan a jugar. 
          Salimos de la cocina con un nudo en la garganta por Rudecindo… y por su madre que sufría resignada y en silencio la pena de su hijo. Volvimos a sentarnos debajo del ombú, pero ahora hablando sobre el asunto. ¿Qué podríamos hacer? Uno decía: 
          –¡No puede ser que el Rude no sepa leer ni escribir| 
          Otro: 
          –Yo oí que es obligatorio ir a la escuela.
          –Sí, es cierto –agregó Enrique– .Una vez la directora nos dijo eso! 
          –¡Ya sé! -dijo Carlos–. Tendríamos que contarle a la Srta. Lucía, a lo mejor ella tiene una idea.
          –¡Sí, sí, vamos a buscarla!– Y allá salimos volando como una bandada de pájaros. 
          En una hamaca de jardín, estaban sentadas Marcela, Lucía y Alicia, la madre de Pablo. Tomaban un té y charlaban tranquilamente, meciendo levemente la hamaca. 
          Al vernos aparecer corriendo, se levantaron asustadas pensando que le había pasado algo a alguno de nosotros. 
          Preguntaban:
           –¿Qué pasa, qué les pasó, están bien? 
          –Sí, sí, estamos bien. 
          Marcela se puso la mano en el pecho y dijo: 
          –¡Ah, chiquilines alborotadores, casi me matan del susto! 
          Lucía también se calmó, y cuando ya volvía a sentarse, la llamamos aparte con la excusa de mostrarle algo, y nos alejamos con ella de allí. 
          Le contamos entonces lo sucedido mientras ella nos escuchaba con mucha atención. Cuando terminamos, conmovida nos dijo: 
          –Estoy muy orgullosa de ustedes. Me parece un gesto muy lindo el preocuparse por los demás. ¡Ahora los quiero más todavía! Vamos a pensar qué podemos hacer, pero les prometo que Rudecindo va a aprender a leer y a escribir como ustedes. Es su derecho. Es el derecho de todos los niños. 
          La rodeamos, la abrazamos y hasta la besamos. ¡Sabíamos que podíamos contar con ella!         
          Después volvimos a corretear por ahí y ella volvió a donde estaban Marcela y Alicia. 
          Ni bien pudo, la Srta. Lucía buscó hablar con la directora de lo que le habíamos contado y ambas estuvieron de acuerdo en buscar el modo de solucionar el problema. 
          Decidieron hablar primero con la madre de Rudecindo. Ésta, con el mismo tono suave y apocado, les dijo que su hijo tenía que trabajar allí. Les contó que ella había llegado a la estancia pidiendo trabajo cuando estaba esperando a su hijo, pues el padre "no se había hecho cargo". La señora Alicia la había recibido y allí había nacido Rudecindo hacía ocho años. Rosa estaba demasiado agradecida con sus patrones y nunca se le hubiera ocurrido reclamar nada, ni siquiera el derecho de su hijo de ir a la escuela. 
          –Además por acá no hay –dijo–. Tendría que ir al pueblo, y ¿de dónde? 
          Marcela y Lucía se miraron. 
          La directora le preguntó a Rosa si ella estaría de acuerdo en que Rudecindo sí fuera a la escuela. 
          –¡Claro que sí! Pero ¿cómo? –dijo ella. 
          –Eso corre por nuestra cuenta, -dijo Lucía, y con Marcela salieron de la cocina en busca de Olazábal. 
          Estaba en su escritorio y allí las hizo pasar. 
          Muy paciente y amable, el dueño de casa escuchó el relato que la directora hizo de lo sucedido y luego ambas empezaron un planteo de la situación de Rudecindo, de su derecho a la educación. 
          –Por eso queremos conversar con usted, porque lo sabemos una persona accesible y comprensiva - dijo Lucía . 
          Aquí, Olazábal intervino diciendo que por supuesto se haría lo correcto. 
          –Debo confesar –dijo– que pasé por alto la situación de este muchachito. Como siempre estuvo con la madre, di por descontado que ella se ocupaba de su hijo. 
          –Y se ocupa –dijo Marcela– sólo que siente que tiene una deuda muy grande con ustedes y su nobleza le ha impedido pedir nada durante los ocho años que hace que vive con ustedes. Ni para ella ni para su hijo. Pero sí es consciente de que el niño no está teniendo las mismas oportunidades que los demás y eso le pone esa pena en los ojos. 
          –¡Eso es cierto! –dijo Olazábal– Mi mujer y yo recordamos aún el día que apareció acá. Era invierno, llovía a torrentes y cuando le abrimos la puerta vimos a una… casi niña, que ensopada hasta los huesos se protegía el vientre con las dos manos. Nos conmovió esa mirada que usted dice, y que ya tenía entonces, ¡tan triste, casi trágica! Y bueno, se quedó acá. Nosotros la tratamos siempre como de la familia, a ella y al chico (Marcela y Lucía se miraron significativamente) y creíamos que estaban conformes. 
          –Y seguramente lo están, pero usted sabe la diferencia entre estar conforme y estar contento ¿Verdad ? –dijo Lucía. 
          Olazábal parecía dispuesto a subsanar aquella omisión, pero le salía lo "patrón" aún sin proponérselo. 
          –El problema es que el muchachito acá es muy útil –siguió–. El se encarga de pequeñas tareas y ayuda mucho a la madre. 
          –¿Pequeñas tareas? –pensó Lucía–. ¡Contínuas! Sin horario ni recompensa… 
          También esta vez se cruzaron las miradas de ambas, que habían visto el trajín de Rudecindo desde que habían llegado. 
          Antes que el diálogo tomara otro camino, la directora se apresuró a decir: 
          -Yo entiendo lo que dice, Olazábal. Hemos visto lo dispuesto que es el chico y lo respetuoso y… No le escapa al trabajo! Le propongo algo: ¿ Qué le parece si yo le mando del pueblo a algún muchacho que ya haya hecho la escuela y que no quiera o no pueda seguir estudiando y sí quiera trabajar? Además no sería tan chico como Rudecindo. 
          –Sí –dijo el patrón–  pero yo tendría que pagarle un sueldo… 
          –¡Y es lo justo! –dijo Lucía ya algo molesta. 
          La directora salió nuevamente al paso diciendo… 
          –¡Bueno Olazábal! Nos conocemos desde hace años; no me va a decir que eso le acarrearía algún problema. Mejor mírelo así: usted estará cumpliendo con la ley, y por otra parte sé que cuando vea a ese muchachito leyendo y escribiendo se va a sentir contento con su decisión. Usted tiene a Pablito –agregó buscando sensibilizarlo– y sabe lo lindo que es verlo crecer, por fuera y por dentro. También a Rosa le gustaría eso, ¿no cree? 
          Se hizo un hueco de silencio en aquella conversación. 
          La táctica de Marcela estaba dando resultado. 
          Olazábal se levantó y fue hacia la ventana. Se quedó pensativo por un momento. Miró hacia el campo y vio a los chiquilines que corrían, gritaban y se reían, en esa actitud inocente que sólo los niños pueden tener cuando aún no los contaminó el egoísmo ni la discriminación, ni el cálculo. ¡Se veían tan iguales unos y otros que Olazábal no podía distinguir cuál era su hijo! Podría ser cualquiera de ellos… Giró entonces y miró a las dos mujeres que esperaban su decisión. 
          –¡Señoras –dijo–, cometí una equivocación bien fea. Ya es tiempo de corregir.- Hablaré con la madre, y si ella está de acuerdo, Rudecindo irá a la escuela!–. El no suponía que esa parte ya estaba resuelta. 
          –¡Qué bueno! –casi gritó Lucía. 
          –Sí –dijo la directora–. De veras que es una alegría haber conversado con usted y haber solucionado este asunto. 
          –Bueno, en realidad –dijo Olazábal– aún no está solucionado, porque no sé cómo va a hacer para ir a la escuela del pueblo. Queda muy lejos para ir a caballo. Ustedes saben que Pablo se queda en casa de la abuela hasta el viernes y yo lo voy a buscar para que pase el fin de semana acá. En esto intervino Lucía: 
          –Déjeme eso a mí, yo sé dónde puede quedarse Rudecindo, y en todo caso, usted lo trae junto con su hijo los fines de semana para que vea a su madre. 
          Marcela le adivinó la intención y asintió con la cabeza, sonriendo. 
          Todos ya de acuerdo, salieron del escritorio, otra vez rumbo a la cocina. 
          Rosa estaba trajinando todavía, doblando manteles, guardando platos y vasos y con la escoba esperándola apoyada en una silla. Cuando las vio aparecer su cara mostró ansiedad y cesó todo movimiento. Quedó con el repasador en una mano y una taza en la otra. 
          Se sentaron las tres y hablaron del resultado de la charla con el patrón. La mirada de Rosa pareció tener menos tristeza, o una diferente. ¡Su hijo iría a la escuela! y eso la llenaba de alegría, pero dejaría de tenerlo cerca todo el tiempo. Aún así, sabiendo que era lo mejor, se sonrió. 
          Lucía entonces le explicó su idea de llevar a Rudecindo a vivir a casa de doña Praxedes. Le contó quién era y cómo ella misma había ido a vivir a aquella casa. 
          –A Praxedes le va a encantar tener un niño a quien darle todo el amor de abuela que tiene acumulado y creo que Rudecindo va a disfrutar de eso! 
          Salieron las tres juntas al patio y miraron a lo lejos, hacia el ombú donde seguían jugando -a la mancha, parecía- y con ellos estaba también Rudecindo, olvidado ya de la vergüenza que le había hecho esconderse momentos antes. 
          Rosa levantó el brazo mientras llamaba a su hijo. Rudecindo, obediente como siempre, dejó el juego y corrió a la casa. 
          Cuando le contaron la novedad, el muchacho se quedó mudo y sólo mostraba su emoción, pisándose las puntas de las zapatillas. Igual que su madre, sintió dividirse su corazón entre ese sueño que siempre había tenido en secreto –poder ir a la escuela como Pablito– o seguir al lado de su madre para hacerle un poco más linda la vida. 
          El crecía viéndola ir y venir por aquella casa, en silencio, sin quejas, guardando vaya a saberse qué ilusión. Rosa presintió el conflicto de su hijo y se adelantó a decir…
          –¡Se da cuenta m´hijo, qué alegría me va a dar verlo escribir su nombre, o "mamá"… ¡Ay m´hijito, se me vuela el corazón de sólo pensarlo! Además, como va a venir con Pablito los fines de semana, vamos a tener tiempo para que me cuente lo que está aprendiendo y la montonera de amigos qu´está haciendo. 
          Lucía escuchaba a aquella madre y pensaba qué sabia que era, cómo su amor suplía su falta de instrucción, diciendo las palabras exactas para atenuar la angustia que el niño sintió en el momento de aceptar el cambio. Y pudo hacerlo sin remordimiento, porque su madre lo convenció de que "ella estaba tan feliz, como debía estarlo él". 
          Los chiquilines nos habíamos alejado un poco más del ombú , pues del otro lado del alambrado vimos pasar cuatro avestruces (¡ñan-dú-es!, como decía Lucía) y todos corrimos para verlos de cerca.
           –Capaz que son parientes de Don Juan! –dijo entusiasmado Andresito–. ¡Son muy parecidos!– Y todos nos reímos. 
          Allí estábamos cuando oímos los gritos del Rude, que venía como si se le estuvieran incendiando las alpargatas. Llegó, y sin decir nada, se abrazó a Ramoncito que se quedó con los brazos pegados al cuerpo, sorprendido de aquella demostración de cariño. 
          Entre risas y con los ojos vidriocitos, Rudecindo les contó todo y se armó tal bochinche que aún estando lejos, los de la estancia salieron a ver qué pasaba. 
          Volvimos todos abrazados llevando al nuevo compañero en medio. 
          Terminaba el día. 
          La directora dijo que empezáramos a juntar nuestras cosas y así lo hicimos. 
          Rudecindo y su madre se fueron a la cocina, conversaron un rato y luego fueron al dormitorio donde entre los dos juntaron poca ropa y muchas recomendaciones. 
          –¡Portesé bien m´hijito, como usté sabe! 
          –¡y usté cuidesé mucho!, mamita. No trabaje demasiado. ¡Cuando yo venga le doy una mano!             Rudecindo se agregó al grupo y salimos al patio del aljibe. El camión ya estaba esperándonos. Salieron los dueños de casa a despedirnos y Rosa trajo un canastito tapado con una servilleta y dijo: 
         –Son unos pastelitos para el camino. Con todo lo que anduvieron van a tener hambre. 
         Le dimos un beso cada uno que creo que ella atesoró, pues sólo su hijo tenía para ella gestos así.
         Subimos todos al camión. Bueno, todos no. Rudecindo seguía abrazado de su madre y oíamos cómo lloraba. También Rosa lloraba. Pero le decía a pesar de las lágrimas:
          –¡Qué suerte m´hijito que vaya a la escuela! ¿verdá? Ahora suba, m´hijo. El fin de semana lo espero con la comida que a usté le gusta… y sus pasteles de membrillo! ¿estamos? 
         El muchachito asintió sin palabras y secándose las lágrimas, aparentó la misma fingida sonrisa de su madre y con un beso, la soltó.
         Ya todos a bordo empezamos a agitar los brazos y a gritar: 
         –¡Gracias! ¡Muchas gracias, Don Olazábal!, ¡Gracias,  Sra. Alicia! 
         Y sobresalió un «¡Gracias por la comida!» del gordo Miguelito, que hizo reír a todos. 
         Ahora íbamos por la carretera. Era la hora del crepúsculo. Todo el campo quedó quietito y rojo. Los avestuces pasaron corriendo por el costado de la carretera como despidiéndonos y alguien dijo: 
         –¡Qué ganas tengo de ver a Don Juan y al Casildo! 
         –Sí, -dijimos todos, -nos deben de haber extrañado bastante! 
         Pasaron unos teros gritando y Celia dijo: 
         –¡Buenas noticias!, –como dice mi abuelita. 
         –Sí, sí –comentó Marcela–. Las buenas noticias son para Práxedes–. Y con Lucía se rieron, entendiendo sólo ellas lo que querían decir. 
         De pronto, Andresito, que venía mirando calladito como bajaba el sol, dijo: 
         –¡Miren, chiquilines! Parece como si la Tierra fuera una alcancía grandota y Dios guardara las monedas de oro del sol de cada día, metiéndolas por la ranura del horizonte! 
         Y era verdad, eso parecía. Aún recuerdo la cara de Marcela y de Lucía al oír a Andresito. 
         –¡Cómo es posible que esta criatura pueda expresar con tanta belleza, lo que la mayoría  ni ve. 
         Lucía le pasó la mano por la cabeza y él se dio vuelta hacia el grupo, con una sonrisa preciosa y el reflejo rojizo del sol en el costado de su cara. 
         A medida que fue oscureciendo, nos fuimos aplacando; nos quedamos más quietos y callados y a mitad del camino hacia el pueblo, con el ronronear del motor del camión nos dormimos. 
         Marcela y Lucía conversaban en voz baja sobre todo lo ocurrido aquel día. 
         –¿Sabes, Marcela? –dijo Lucía–. Llego derecho a hablar por teléfono a mis padres. Viendo a Rosa me di cuenta, que también mis padres sentían lo mismo que ella cuando me vine al pueblo. Sin embargo, igual que Rosa, me apoyaron, se tragaron las lágrimas y me convencieron de su alegría por mi viaje. Aprendí algo muy importante hoy, Marcela. Aprendí que el verdadero amor es generoso, siempre da, sin medir pena ni sacrificio. 
         –Es cierto –dijo la directora– y es increíble que te lo enseñara una joven que no sabe leer ni escribir y que hasta ayer no conocías. Es que a todos nos pueden pasar las mismas cosas. No somos tan diferentes como creemos… 
         El camión iba entrando al pueblo. Los chiquilines seguían durmiendo. 
         Lucía le tocó el brazo a Marcela y le señaló un rincón del camión. Ramoncito y Rudecindo dormían apoyados uno en el otro con la misma expresión de paz en sus caritas. 
         Al día siguiente comenzaría un nuevo camino para Rudecindo. 
         Nadie podía saber si mejor o peor de lo que hubiera sido de quedarse en la estancia. Pero de algo estábamos seguros; de que entre todos habíamos trabajado para que el sueño de Rudecindo y de su madre comenzara a ser realidad.
         La vida escribe sus propias historias y a veces nos pone de protagonistas sin pedirnos permiso. 
         Aquí estoy yo. Me separé del grupo de amigos con los que vine a este lugar a pasar el fin de semana. 
         -Es una estancia turística ¡pre-cio-sa! -me dijeron. Y yo que estaba precisando un poco de descanso, acepté. 
         Cuando íbamos llegando reconocí el lugar: ¡la estancia de Olazábal! 
         Bueno, estaba muy cambiada. Ya no era aquella construcción rústica; ahora para empezar tenía tejas, ventanales y la puerta de entrada se había convertido en una arcada amplia con una puerta de madera con molduras. 
         El entorno tampoco era el original. El aljibe había sido recubierto con azulejos. El patio estaba lleno de plantas y arbustos y a un costado, donde antes había unos galpones, ahora había una piscina. Todo muy lindo, pero yo tenía demasiado grabada aquella otra estancia donde de niña había pasado un día de primavera con mis compañeros de clase. 
         Hoy domingo, por la noche, regresaríamos a Montevideo, donde vivo desde hace tiempo, por eso ahora quise apartarme, estar a solas. 
         Salí a caballo rumbo al "cerrito del sauce". Esta es una pequeña loma pasando el ombú donde estuvimos aquel día que tiene un sauce llorón en lo alto, como si fuera un faro. 
         Me bajé y caminé hasta atar las riendas del caballo en el árbol, y luego me senté en el pasto. Con las piernas dobladas, los brazos cruzados sobre las rodillas y el mentón apoyado en ellos, dejé vagar la mirada libremente por aquella extensión verde azulada, con levísimas ondulaciones y casi nada alterando la llanura. 
         Era el final del día. 
         Acostumbrada a los ruidos de la ciudad, me parecía que allí el silencio era total, pero de a poco comencé a captar sonidos tenues, casi imperceptibles que reunidos estaban regalándome una hermosísima melodía. 
         Escuché con atención. El caballo estaba comiendo pasto y cada tanto golpeaba con sus patas en el suelo. El sauce llorón hamacaba su melena verde y el roce de las hojas hacía un sonido muy suave. 
         Después, los pájaros. Volvían no sé de dónde, moviendo sus alas con prisa, y sólo dejaban escapar algún piar. No se detuvieron. Siguieron volando en busca de su árbol. A lo lejos se sentía el lamento del ganado y alguna voz humana que venía de la estancia, apenas como un susurro. Y la brisa, que pasaba como recogiendo los sonidos para guardarlos hasta la mañana siguiente. 
         De pronto todo fue quietud y paz. 
         Siempre he sido amadora de la naturaleza, pero las puestas de sol me conmueven más profundamente, quizás porque tienen esa mezcla de belleza y dramatismo. Ese final que bien podría ser para siempre. 
         Cuando el sol llegó al horizonte, la tierra comenzó a sangrar su vieja herida y de pronto todo fue rojo. 
         Me vino entonces a la memoria, lo que había dicho Andresito, el más chico de aquel grupo, cuando al regresar del día de campo, se quedó extasiado mirando la puesta del sol. El era un niño muy inquieto, pero también era el más observador y estaba siempre como tocado por un ángel. 
         Se quedó mirando cómo bajaba el sol y sin apartar la vista nos llamó la atención sobre lo que estaba pasando. 
         –¡Chiquilines, miren, parece que la Tierra es una alcancía y Dios está guardando la moneda de oro del sol por la ranura del horizonte! 
         Ahora otra vez, Dios guardaba la moneda del sol en su enorme alcancía… 
         Estaba oscureciendo. Me paré y volví al caballo que dormitaba en silencio. El sauce ya no movía sus ramas. Ahora caían lánguidas, como dormidas también. 
         Monté y antes de iniciar el regreso a la estancia, miré alrededor queriendo impregnarme de todo aquello que provocaba en mí un estado de recogimiento. 
         Di la vuelta despacio mientras traía los recuerdos de aquel día. Las lecciones que habíamos aprendido en aquel paseo fueron tan importantes como haber aprendido a leer y escribir. ¡Fueron fundamentales! 
         Aprendimos de Rudecindo el respeto por lo que nos rodea, el respeto a su madre y a quienes les daban cobijo. Aprendimos generosidad y perdón. 
         De Rosa, humildad y agradecimiento, sacrificio por amor. 
         De Marcela y Lucía, la lucha permanente y anónima por los derechos de los niños, y muchísimas cosas más a lo largo de seis años, cosas que no están en los libros de escuela sino en el corazón de las personas. 
         De cada uno de nosotros hubo lecciones; de alegría, de compañerismo, de preocupación por los demás; aprendimos a compartir. 
         Ramoncito nos enseñó el arrepentimiento de lo mal hecho, y el reconocimiento del valor de los otros. 
         Y hasta de Olazábal, que tuvo la hidalguía de asumir su equivocación y enmendarla… 
         Como dijo Marcela, la directora, aquel día hablando con la Srta. Lucía: 
         –Es que a todos nos pueden pasar las mismas cosas. No somos tan diferentes como creemos…


© Isabel Hernández Tibau

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