DON DIMITRI - Narración completa




          –¡Vaya, por Dios! ¿Qué se quema?, muchachita. 

          Eso gritó Serafina, la empleada que vivía en casa, al verme pasar por la cocina, saltando en un pie, mientras trataba de meter el otro en el zapato y sosteniendo entre los dientes media tostada con mermelada que había acompañado mi tardío desayuno. 
          Como no podía contestarle por la tostada, le hice señas con la mano derecha que salía a la calle y, agachada, me calzaba el zapato porfiado. 
          Ella se rió meneando la cabeza y me tiró un beso por el aire. 
          Serafina y yo nos llevábamos requete bien. Hacía años que vivía en casa y era mi compinche en todas mis aventuras; pero también ejercía una inadvertida autoridad que me moderaba en las travesuras. 
          Nos teníamos mucho cariño. 
          Los sábados de mañana, como no iba a la escuela, dormía un poco más, pero a eso de las diez, iba a casa de una amiga. 
          El apuro de hoy se debía a que ya eran ¡las once!
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          Había dos calles principales que se cruzaban en el medio del pueblo. En una de esas calles y cerca del centro, estaba la verdulería y frutería KOÚTALIS, que había iniciado don Dimitri hacía muchos, muchos años y que ahora estaba a cargo de su hijo Telis (Aristotelis). 
            En mi casa se contaba a veces la historia de don Dimitri, pero yo no  me detenía mucho a escuchar las charlas de los mayores, así que sólo tenía fragmentos del relato. 
            Sabía por ejemplo, que había venido de un país que estaba muy lejos, el país donde había nacido. También venían con él su esposa Helena y Tufic, que era turco y que ahora tenía la tienda más grande del pueblo. Dimitri y Tufic eran muy, pero muy amigos, y también sus familias. 
            Y nada más  sabía hasta entonces.
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            Tenía yo a mis dos abuelas, pero no había conocido a mis abuelos. Y tal vez por eso tenía una cierta curiosidad por los viejitos, que yo pensaba podrían ser como mis abuelos si vivieran.
            Y esa fue la razón por la cual me llamó la atención don Dimitri, desde la primera vez que lo vi, sentado en la vereda en una silla de asiento y respaldo de paja. 
            Iba a jugar a la casa de María aquel sábado de mañana. 
            Recién había empezado el otoño. Estaba lindo el aire, como si tuviera un polvillito de oro y el cielo era de un azul fuerte, limpito. 
            Los plátanos de la plaza y de todas las veredas del pueblo lucían todavía sus enormes copas de hojas, ahora de varios colores: verdes, amarillas, naranjas, y sus troncos viejos con sus cáscaras plateadas como escamas de un extraño pez. 
            Crucé la calle en diagonal y seguí caminando por la vereda. Bueno, caminando no, en realidad venía saltando y canturreando, hasta que al llegar a la frutería, me topé con aquel señor sentado en su silla en la vereda. 
            Tenía la cabeza echada hacia atrás hasta apoyarla en la pared; sobre las piernas un libro abierto, y entre sus manos cruzadas sobre él, tenía como un collar de cuentas de vidrio azul. 
            Yo pasé y lo miré. Tenía los ojos cerrados. 
            –Este abuelo está durmiendo –me dije– y seguí. 
            Al mediodía cuando volvía a casa, don Dimitri ya no estaba. 
            El sábado siguiente salí más temprano para lo de María. Hice el mismo recorrido y allí estaba otra vez, sentadito en su silla de paja, en la misma posición, con la cabeza hacia atrás apoyada en la pared, los ojos cerrados y la cara de frente al sol. 
            Me paré frente a él sin hacer ruido y lo observé. El sol tibio de la mañana le coloreaba los cachetes. Lo miré, lo miré y lo miré. Su pelo era muy, muy blanco, más blanco que el de mi abuela, y las arrugas de su cara parecían caminitos que iban, ya a sus ojos, o a la boca, o se juntaban en la frente, y yo imaginé que por allí  pasaban sus pensamientos. 
            –Y bueno, ¡otra vez durmiendo! –me dije– y seguí a lo de mi amiga. 
            Así lo vi dos o tres veces más. Siempre con los ojos cerrados y con la cara de frente al sol. Una vez con el libro a medio caer, otras con el collarcito enredado entre los dedos. 
            Mi curiosidad por aquel viejito y el deseo de que él también me viera, iban en aumento.
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            Iba de vuelta a casa y me encontré con Casildo y Don Juan que iban seguramente a lo de Telis en busca de alguna frutita para Don Juan. 
            –¡Hola, Casildo! –le grité corriendo hacia ellos–. ¿Sabés Casildo que hoy cuando iba para lo de María, vi a don Dimitri? Estaba durmiendo en su silla –dije. 
            –¡Eso le gusta mucho! –me contestó. 
            – Yo vengo… Bueno –aclaró– venimos él –y señaló a Don Juan que esperaba que terminara el diálogo, con cierta impaciencia - que va por su fruta a lo de Telis, y yo a llevarle a don Dimitri estos tronquitos de árbol para sus barquitos. 
            Yo no entendí bien para qué eran. Después sabría. 
            –Te dejo –dijo el Casildo– porque parece que hoy estamos apurados –y señaló otra vez al avestruz que ya se adelantaba un trecho. Nos reímos, y cada uno siguió su camino.
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            Sábado. 
            Iba otra vez a jugar con María, pero casi que con más ilusión por llegar a donde estaba don Dimitri. 
            Estaba allí, en su silla al sol. 
            Me detuve a mirarlo. 
            ¡Algo había cambiado! Me acerqué más... ¡y más! 
            El libro había caído al suelo y el collarcito de cuentas de vidrio azul, colgaba suelto alrededor de su rodilla. 
            Los brazos le caían fuera de la silla y casi tocaba el suelo con las manos.
           Tenía la boca medio abierta y la cabeza estaba torcida hacia un costado, sobre el hombro.     
          “¡Algo pasa!”, pensé asustada, sintiendo que mi corazón me golpeaba el pecho. 
            Me incliné despacito sobre él y esperé sentirlo respirar, pero ¡nada! 
           De golpe me vino a la memoria don Rafael, el esposo de doña Praxedes. Me recorrió el cuerpo el mismo miedo de aquella noche. 
            “¡Está muerto!”, me dije. Y entonces casi llorando grité: 
            –¡Vengan, vengan, don Dimitri está muerto! 
            Todo sucedió a la vez. Con mis gritos, Telis llegó de un salto al lado de su padre en el momento en que don Dimitri sobresaltado abrió los ojos grandotes y se enderezó en su silla. 
            Yo, al verlo, caí al suelo medio desmayada del susto. 
            Pasado el primer momento en el que el hijo revisaba al padre, acariciándole la cara y, agarrándole las manos se aseguraba de que estaba bien, se agachó a mi lado y trató de levantarme del suelo, pero yo temblaba y lloraba en tal forma, que optó por seguir agachado a mi lado, hablándome.             –Tranquila, tranquila…No pasa nada… Él está bien. ¡Sólo estaba dormido! 
            Yo miraba al abuelo con cierto recelo, no muy convencida de haberme equivocado. Entonces él se inclinó hacia mí que estaba sentada en la vereda, a sus pies, y me agarró la mano. Me ericé porque pensé que estaría muy enojado conmigo por haber gritado que se había muerto. Pero su voz y sus  ojos me tranquilizaron.
            –¡Pobrecita, mi niña, que susto te di! No llores más, koritsaki. Ya ves, estoy bien. Todo está bien. 
            Cuando oí esa extraña palabra: kori... no sé qué, miré a Telis, pensando que ¡quién sabe qué me estaba diciendo! 
            Al ver la pregunta en mi cara, Telis largó la risa y dijo: 
            – No te está rezongando. Koritsaki quiere decir niñita en griego, que es su idioma. 
            Entonces sí, con la ayuda de Telis me levanté, aunque todavía me temblaban las piernas. 
            –Tráele un poco de agua –dijo don Dimitri a su hijo y en un momento éste estaba de vuelta con un vaso con agua. 
            Tomé unos cuantos tragos de corrido y se lo devolví dándole las gracias. El me revolvió el pelo con la mano, siempre riendo, y dijo: 
          –Ya que pasó el susto, vuelvo a la frutería. Sería bueno que te quedaras un momento conversando hasta que te sientas bien de nuevo. 
            El abuelo me señaló el escalón de mármol que tenía el zaguán y allí me senté yo, al lado de su silla de paja. 
            Con un hilo de voz le dije: 
            –Perdóneme señor, yo no quise mentir ni asustar a su hijo. Pero es que hoy usted no estaba dormido como otras veces. Hoy se le había caído todo al suelo y tenía la cabeza sin apoyar en la pared como lo hace siempre. 
            Él se rió muy lindo y volvió a agarrarme la mano, pero esta vez… no me dio miedo. 
            –¡Ay mi niña! –(en adelante me llamaría siempre así, aunque a veces era koritsaki)– Es que hoy sí estaba bien dormido, otras veces no. Me gusta cerrar los ojos para poder viajar. 
            –¿Viajar? –pregunté– ¡¿Cómo viajar?!, si siempre está sentado en esa silla. 
            –¡Ah, tú no sabes cuánto se puede recorrer, a cuántos lugares se puede ir sentado en una silla, sólo con cerrar los ojos...! 
            Me sonó a magia aquello, pero estaba demasiado intrigada como para no seguir escuchando lo que empezó a decirme aquel señor de pelo blanco y muchas arruguitas, que bien podía haber sido uno de mis abuelos. 
            Por eso comenzó entre nosotros un diálogo que se daba los sábados de mañana, sentados al sol, él en su silla, yo en el escalón. 
            Mi presencia llenaba en él la necesidad que tienen las personas mayores de contar su pasado, sus recuerdos, y ser escuchados; y él llenaba mi necesidad de tener un abuelo que me contara cuentos, que en este caso eran de verdad. 
            La verdadera historia de don Dimitri la supe por él mismo y empecé a entender por qué su vida era tan comentada aún en mi propia casa.
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             El sábado siguiente no fui a lo de María. 
          Al llegar a donde él estaba, me senté enseguida en el escalón, mientras devolvía con una sonrisa el saludo de mi nuevo amigo. 
            –¿Cómo estás hoy? –preguntó. 
            –Muy bien gracias ¿y usted? 
            –Estoy bien, pero ahora que llegaste me siento mucho más animado, porque, ¿sabes?, desde el otro día en que te vi tan preocupada por mí, te elegí para nietita, esa que no he tenido. ¿Te parece bien?, y se rió entre feliz y tímido, como si me hubiera confesado una travesura. 
            –¡Qué bueno! –le dije– porque yo también me lo agarré de abuelo...Como no tengo... 
         Así de a poquito fuimos iniciando nuestra charla. De a poco, entre mis preguntas y sus respuestas, fuimos acercando nuestras edades. Aunque a veces, en esos encuentros, yo lo veía como si el niño fuera él y yo su abuela; otras, era yo su nieta y él mi abuelo. Y a veces...no teníamos edad, éramos iguales.
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            –¿Es verdad, don Dimitri, que usted vino de un país que está muy lejos? –pregunté 
          –De Grecia –contestó–. En realidad, de una de las islas griegas que se llamaba Koutalis cuando yo vivía allá. Ahora... 
            –¡Koutalis!, como la frutería –interrumpí. 
            –Sí, –dijo triste–. Es una forma más de recordarla. 
            Se detuvo allí su relato y yo esperé, pero como no seguía contando, le pregunté: 
            –Y ahora ¿qué?, ¿qué pasó? 
            –¿De veras quieres oír la historia? –preguntó. 
            –¡Sí, claro! me gusta que me cuenten cosas. 
           Él se acomodó mejor en su silla enfrentándola a mí, dejó el libro en el escalón donde yo estaba sentada, y se quedó con el collarcito azul haciendo correr sus cuentas entre los dedos. 
            Yo a mi vez, estiré la pollera de mi vestido y me apoyé sobre el marco de la puerta. 
            Esperé. 
            Nos miramos un momento en silencio, cada uno con sus pensamientos. 
            Él parecía estar reuniendo las palabras y ordenando sus ideas. 
            Y yo esperaba pacientemente (¿?). 
            Al fin empezó a contar. 
           –Es verdad. Nací en una de las islas más chiquitas de Grecia, como te dije, que en aquel tiempo se llamaba Koutalis. 
            Yo iba a preguntar de nuevo cuando el abuelo me atajó con un gesto de su mano.
            –Era una isla tan chiquita que se podía recorrer toda a pie; tenía el tamaño de unas cuantas manzanas como las de este pueblo. Era muy rocosa y árida, sólo había unos pocos árboles y el sol abrasaba todo el día. 
            No teníamos ningún río, ningún arroyo. No teníamos más agua que la de la lluvia. Por eso íbamos en botes con unos barriles  hasta una isla vecina. Tan cerca estaba que la veíamos desde la nuestra. Y allí llenábamos nuestros barriles en los arroyos que ellos sí tenían. 
            Siempre fueron muy buenos vecinos. 
            No éramos muchas las familias que vivíamos en Koutalis, pero vivíamos de nuestra pesca y en paz. 
            Salíamos al mar con mi padre a pescar, igual que todos los hombres de la isla. Era una vida tranquila. Yo me dedicaba a la pesca, a tocar el bouzouki, nuestro instrumento típico, y leer mis libros.  Siempre que algún vecino iba a alguna otra isla, le pedía que me comprara libros; era la forma de conocer otros lugares, otras costumbres, otra gente.
            Aquí ya no pude aguantar callada y le conté que a mí, para mis cumpleaños, siempre me regalaban muchos libros, porque mi familia y mis amigos sabían que me gustaba mucho leer. 
            –¡Qué bien! –dijo don Dimitri–. Nunca pierdas esa costumbre. Los libros no sólo nos enseñan cosas , sino que no nos dejan sentir la soledad.
            Ahora el abuelo hizo una pausa bastante larga y yo, mientras, le observé la cara. Se le asomó como una sonrisita y entrecerró los ojos. 
            Esperé. No me animaba a hablarle porque pensé que andaba otra vez buscando las palabras.                Cuando abrió los ojos los tenía distintos, como brillosos y alegres. Me miró y siguió contando, aunque tuve la impresión de que no era a mí a quien le contaba sino a él mismo. 
            –La verdad –dijo–, le dedicaba todo el tiempo que podía a mi novia. Estábamos muy felices  pues en pocos días nos casaríamos. 
            Ya teníamos nuestra casita, blanca de cal, como todas las de la isla, con puertas y ventanas azules. 
            Helena -ese es su nombre- había puesto macetas llenas de geranios y albahacas en todas las ventanas y el aire era así tan perfumado que daba gusto respirar. 
            Ya tenían cortinas las ventanas por donde se veía el mar ¡tan azul! Creo que Dios hizo el cielo y el mar de ese color tan intenso, para alegrar aquella isla tan gris, de puras rocas.
            Otra vez el abuelo cerró los ojos y se fue no sé a donde, pues tardó un poco más en volver. Ahora no había sonrisa en su cara, más bien estaba como enojado y su mano apretó el collarcito azul con mucha fuerza. 
            Cuando me miró, estaba triste. 
            –¿Qué le habrá pasado? –pensé– ¿Será que extraña mucho su isla, y le está haciendo mal acordarse?…–. 
            Me paré entonces del escalón en donde estaba sentada, pasé las manos por mi vestido alisándolo y me acerqué a él.
            Con cierta timidez le agarré la mano en que tenía todavía apretado el collarcito y le dije… 
            – Creo que usted está un poquito cansado de tanto contarme cosas, abuelo. ¿Quiere que venga otra vez el sábado y seguimos conversando? 
            –¡Sí, sí, no dejes de venir! Ahora discúlpame, pero necesito descansar.
            Me apretó suavecito la mano e igual que Telis, me revolvió el pelo. Luego llamó a su hijo e inmediatamente él apareció de la frutería. 
            –Veo que se entienden muy bien ustedes dos –dijo riendo. Telis siempre se reía y a mí me gustaba eso. 
            Tomó a don Dimitri con ternura y le ayudó a levantarse de la silla. 
            –Papá, entre a almorzar y después recuéstese un poco –dijo–. 
            –Sí hijo, eso voy a hacer. Helena ya debe tener la comida en la mesa. 
            Me tiró un beso con la mano, y despacio subió el escalón. Entró en su casa mientras yo también le tiraba un beso que hice volar desde mi mano con un soplido. 
            Así como llegué, me fui, saltando como una langosta, con una alegría que se me salía por los ojos y por la sonrisa con que saludé a cuanta persona se me cruzó hasta que llegué a casa. 
            Durante el almuerzo intenté dos o tres veces hablar de lo que me había pasado, las cosas que me contaba don Dimitri, pero todos estaban hablando de algo al parecer muy importante y no me prestaron atención, así que decidí aislarme en mi propio pensamiento y al rato la conversación de la familia se me volvió un murmullo sin palabras.
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            El lunes cuando fui a la escuela, María me preguntó por qué no había ido el sábado a jugar a su casa. Le conté lo de mi encuentro con el abuelo Dimitri y ella me quedó mirando 
            –¿Y no me digas que preferiste quedarte hablando con ese señor que ir a jugar conmigo? –dijo resentida. 
            –Pues sí –contesté– don Dimitri es muy bueno, y me cuenta cosas como si fueran cuentos, pero ¡son de verdad! 
            –Bueno, como quieras –dijo– y se fue hacia otro grupo de compañeros. 
            No me gustaba que María se enojara conmigo. Sí me divertía jugar con ella, pero mucho más me gustaba visitar a mi nuevo abuelo. 
            –Ya se le va a pasar –pensé– y también yo fui a encontrarme con otros compañeros. 
            Eran los primeros días de abril y llevábamos un mes de clases más o menos. 
            Mis amigos y yo estábamos ahora en 3o. Nuestra maestra era la Srta. Alba, rubia, alta y medio gordita, además de muy simpática y se reía mucho. Ese día la maestra empezó la clase hablándonos de algo que a todos nos tenía muy noveleros: el día del kilo.
            –Ustedes habrán oído hablar que todos los años la escuela organiza el “día del kilo” –dijo. 
            –¡Sí, sí, oímos eso. ¡Pero a los chiquilines de 1o. y 2o. no nos dejaban participar porque éramos muy chicos pero ahora estamos en 3o. y ya somos grandes! 
            Eso lo dijo sin puntos ni comas, Andresito que se levantó de su banco y en puntas de pie, se estiró cuánto pudo para demostrar ¡qué grande era!, cuando en realidad seguía siendo el más chico del grupo. 
            La Srta. Alba se rió con ganas y dijo: 
            –¡Por supuesto que ya son grandes!... Lo que hay que ver ahora es si también son responsables, porque la tarea no es sencilla–. Y empezó a detallar en qué consistía: 
            –El día del kilo es un día en el que todas las clases, menos 1o. y 2o., salen a recorrer el pueblo, pidiendo donaciones de comestibles, ropa etc., para la despensa de la escuela. 
            Cada clase tiene su zona para visitar. 
            Si hay niños que tengan en sus casas, carritos o carretillas, sería bueno que las prestaran para ir recogiendo lo que les den. La escuela también va a conseguir... 
            La maestra seguía hablando, pero mi cabeza se escapó hasta la vereda de don Dimitri, y lo demás, sólo desapareció.
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            Después de almorzar crucé a la plaza y me encontré con Don Juan, echado en un cantero, a la sombrita de una mata de margaritas, y el Casildo en cambio, al solcito, sentado cómodamente en uno de los bancos. Casildo hablaba y movía su mano como manteniendo un diálogo con Don Juan que lo miraba con toda su atención. 
            Cuando llegué junto a ellos, los dos se levantaron. Casildo con su cariñosa sonrisa de siempre y creo que también mi amigo de plumas arqueó las comisuras amarillas de su pico. No sé si se sonreía, pero sí aleteó con fuerza demostrando su alegría. Tan fuerte aleteó, que las hojas secas que ya cubrían los caminos de la plaza se levantaron del suelo y revolotearon alrededor nuestro como mariposas. Casildo y yo nos reímos y le acariciamos el largo pescuezo a nuestro amigo. 
            –¿Cómo es que estás sola hoy? –preguntó Casildo 
            –Por un rato –contesté– Quedamos de encontrarnos aquí con los chiquilines, pero yo, como vivo enfrente a la plaza, siempre llego primero. 
            –¡Allá vienen! –dijo Casildo–. Y así era. Por el camino diagonal venían Oscar, Miguelito, Celia, Juanita, Ignacio Correa, Andresito, Rosita, Ramoncito y Rudesindo; estos dos que se habían vuelto inseparables. 
            Siempre que había más de uno, la plaza entera se llenaba de risas, de carreras, de alboroto.
            Como decía el Casildo: 
            –¡Son los gorriones de la plaza! 
            La maestra nos había mandado de deberes...  ¿a qué no saben qué? Sí, eso mismo. Composición: Llegó el otoño. 
            Nos dió algunas pistas: 
            –Miren los árboles, los colores, el clima, etc. 
            Así que pensamos reunirnos en la plaza y entre todos, observar a ver qué veíamos. 
            Casildo nos aportó sus conocimientos también. Nos dijo por ejemplo que él en otoño trabajaba mucho en su quintita. Plantaba repollos, acelgas, cebollas, zanahorias y también algunas flores.
            –¡Qué bien! –dijo Celia–  Eso no se me había ocurrido.
            –¡Vamos a recorrer la plaza y a ver todo! -dijo Miguelito. Y arrancamos, acompañados -por supuesto- por Don Juan, que se adelantó como para guiarnos. Y Casildo, que se acomodó la gorra como para ir de paseo. 
            El pedregullo de los caminitos crujía su idioma como siempre bajo nuestros pies. Esas piedritas naranjas que también se incrustaban en nuestras rodillas cuando corriendo o en la bicicleta nos tocaba porrazo, pero de las que nunca nos quejábamos. Eran parte de la plaza, eran parte de nosotros. 
            La recorrida fue de lo más divertida y provechosa. 
            El sol se iba más temprano ahora y corría un aire fresquito, así que decidimos volver a nuestras casas. 
            Como llegó el grupo, así se fue, alborotando. Mientras, Don Juan y Casildo emprendieron la vuelta en sentido contrario, hacia la orilla del pueblo, donde tenía su casita blanca el Casildo. 
            Me acosté pensando que al otro día sería sábado. 
            –¿Qué me contará mañana don Dimitri? –me dije– y me dormí con muchas imágenes bajo los párpados.
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            –¡Te sientas como se debe y te tomas ese desayuno des- pa- ci- to! Nada de carreras hoy. 
            Así empezó mi sábado, con la orden firme de Serafina, que iba y venía por la cocina mirándome de reojo. 
            Y bueno, me acomodé en la silla y empecé a tomar mi taza de té con leche y a morder por las orillas la tostada con mermelada de ciruela, hamacando los pies debajo de la mesa. 
            Mientras Serafina trajinaba por la cocina yo empecé a contarle de don Dimitri. De como empezó todo, que ahora éramos amigos, que tenía mucha curiosidad por saber su historia... 
            Aquí me interrumpió Serafina diciendo:
            –Don Dimitri es una persona muy querida en el pueblo, igual que su amigo Tufic. Han pasado muchas cosas tristes y difíciles en la vida... Ojalá lo ayudes a pasar un rato entretenido. 
            Para cuando terminó el comentario yo ya iba saliendo de la cocina. 
            Cuando llegué a donde estaba don Dimitri, se le iluminó la cara y con una gran sonrisa me recibió diciendo: 
             –¡Qué suerte que llegaste, koritsaki! Tenía miedo de que te hubieras ido a jugar con tu amiguita y no vinieras a verme. 
          –¡No! Yo también quería venir a charlar con Ud. y además le traje esto –dije. Y le estiré mi mano con una especie de ramo de hojas de plátanos que había juntado en la plaza el día anterior. 
          –¡No me digas que este ramo es para mi! 
          –Si, claro –dije–. Me parecieron tan lindas con esos colores marrones, naranjas, amarillos y algunas verdes todavía...
          – El abuelo agarró las hojas, las miró, las acarició y luego me pasó la mano por el pelo, como era su costumbre. Sonrió. 
          –Gracias. Muchas gracias, pequeña. Este regalo es uno de los más lindos y valiosos que me han hecho. 
          Y yo quedé convencida de que así era. 
          Me senté en el escalón, pero esta vez había un almohadoncito en él. Miré a Don Dimitri con cara de sorpresa y él me dijo: 
          –Te vas a sentir más cómoda ahora. 
          –Si. claro, mucho mejor; gracias. 
          Ya cada uno en su sitio, no esperé más para ir soltando mis preguntas. Pero antes quería saber algo que me tenía intrigada desde el primer día que vi al abuelo Dimitri. 
          –¿Puedo saber por qué Ud. siempre tiene ese collarcito azul en la mano? ¿Es un rosario? Porque veo que pasa las cuentas una por una. 
          –No –dijo él–. Este “collarcito” se llama komboloi; lo usamos los hombres de donde yo vengo y es... como un compañero. A veces cada cuenta es un recuerdo, y luego otro y otro. Por eso me ves pasar las cuentas una por una. Pero no es más que eso: un compañero. 
          –¡Que lindo es! –dije–. Con esas cuentas de vidrio azul. Parece que fueran gotas grandes de agua. 
          El se rió. –¡Cómo encuentras belleza en todo!, pequeña–. 
          –Bueno, y ahora ¿va a seguir contándome su historia? 
          –No sé, no sé... No creo que “mi historia”, como tu dices, sea apropiada para una niña tan chica y tan sensible como tú. Es demasiado triste. 
          –No, don Dimitri, cuénteme por favor! ¿Sabe?, a veces yo leo cuentos tristes y lloro un poco, sí, pero después se me pasa. Cuénteme, por favor, que yo quiero saber de Ud. 
          El abuelo me miró un rato, después bajó la cabeza y acarició su komboloi. Pasó un ratito y luego me dijo: 
          –¿Qué te parece si antes de empezar a contarte le pedimos a Helena que nos convide con unos kourambiedes con bastante azúcar para endulzar un poco lo que vendrá?
          –¡Bravo!¡Sí, son riquísimos!... Pero yo igual quiero que me siga contando. 
          –Bueno, curiosa, te voy a contar, pero no te quiero ver triste, ¿eh? 
          –Antes, –dije levantándome como un resorte– voy a buscar los kourambiedes  –y riéndome como para asegurarle que resistiría su historia dije: 
          – No se preocupe, Don Dimitri; comiendo eso tan rico no voy a poder llorar. 
          El largó la risa y sacudió la cabeza. –Ve a buscar eso, niña, ve. 
          Doña Helena me dio un plato con las lunitas (esa forma tienen los kourambiedes) con mucha azúcar impalpable por encima. Volví corriendo, o casi, a sentarme en el escalón. 
          En realidad, más que comer, quería escuchar. ¡Ya!, de una buena vez lo que el abuelo tenía para contarme. 
          Y así retomó el relato. 
          –Como te dije antes, Helena y yo estábamos por casarnos. 
          Una mañana hermosa, con el cielo y el mar compitiendo por el azul más lindo y el sol brillando como oro recién pulido, nos casamos. 
          Allá en nuestros pueblos se acostumbra festejar las bodas durante todo el día. Después de la ceremonia se come, se baila, se canta, en fin... Es una ocasión que aprovechamos para estar junto a la familia, los amigos y vecinos. A veces pasamos ¡tanto tiempo sin verlos! 
          Al anochecer Helena y yo nos fuimos a nuestra casa que quedaba en la ladera de un pequeño cerro desde donde se veía a cierta distancia el pueblo y el mar. 
          Dormíamos ya cuando de pronto sentimos unos gritos que nos sobresaltaron a los dos. Alguien me llamaba afuera. 
          Me puse un pantalón y salí corriendo seguido de Helena, descalza y en camisón. 
          Por el camino venía corriendo alguien que al acercarse más, reconocí. Era Sotiris; mi amigo Sotiris. 
          Al llegar a mi me abrazó llorando sin parar, sin que pudiéramos entender nada de lo que decía.            –¡Cálmate, hombre! –le dije–.¿Qué sucede? 
          Se separó de mi y pasándose las manos por la cara, dijo: 
          –¡Rápido! ¡Rápido, Dimitri! ¡Por favor!... ¡Mira, mira! –y me señaló hacia el pueblo. 
          Aquí don Dimitri se calló por un rato. 
          Y esta vez sí que no me animé ni a abrir la boca, porque adiviné que el relato se estaba poniendo muy complicado y hasta sentí un poco de miedo de lo que seguiría. Elegí esperar mientras retorcía la tela de mi pollera. 
          Por fin, después de mirar a lo largo de la calle como buscando un punto muy lejano, reanudó la historia. 
          –Era una pesadilla... Cuando giré hacia donde estaba el pueblo sólo vi llamas. Aquel pueblo blanco que por la noches dormía callado a la orilla del mar, con sólo algunas lucecitas de centinelas, ahora era todo un resplandor rojo que subía al cielo y teñía hasta las olas que llegaban como queriendo apagar el fuego y se retiraban impotentes como si ellas también se quemaran... 
          Helena dio un grito que aún hoy resuena en mis oídos, y se abrazó de mi.
          Pasada la primera impresión, los dos quisimos salir corriendo hacia allá. Teníamos nuestras familias, nuestro amigos en el pueblo. 
          –¡No! –gritó Sotiris, agarrándome de un brazo–. No pueden volver, allá no queda nada. 
          –¡¿Pero qué fue, qué pasó?! –dije forcejeando con él. 
          –¡Los turcos!... Los soldados turcos invadieron la isla. 
          –¡¿Pero cómo?! ¡¿cómo no lo supimos antes, cómo no estuvimos preparados?! 
          –Nadie sospechó nada, todo el pueblo estaba durmiendo después del día de fiesta. Por eso pudieron prenderle fuego a todo sin darnos tiempo a nada. –Pero mis padres... Y mi hermana…–dije. Y traté de soltarme de su mano que atenazaba mi brazo. También Helena tiraba de mi mano queriendo correr al pueblo. –¡No, no! ¡No pueden ir! ¡Escuchen, por favor! Tienen que correr hacia la costa, hacia la ensenada. Allí están los botes en reparación... Pero es lo único que tenemos para tratar de escapar. 
          Helena trató de regresar a la casa y Sotiris la detuvo. 
          –No, Helena, ¡no! Tienen que irse ¡ya! Los soldados vienen subiendo. ¡Váyanse! ¡Váyanse ya!            –¿Y tú? –pregunté yo. 
          –Yo voy a tratar de avisarle también a Nikos, aunque no sé si tendré tiempo. Después voy con Uds. ¡Ya! ¡Váyanse rápido! –y abrazándonos salió corriendo. 
          Ni bien lo vimos perderse atravesando el campo, agarré a Helena de la mano y la arrastré hacia abajo, hacia la ensenada. 
          La miré un segundo y me ahogó la angustia. La llevaba corriendo por el camino, lastimando sus pies descalzos, la cara bañada en lágrimas, el pelo negro volando a su alrededor como un pájaro y el camisón blanco que sujetaba en alto con una mano para poder correr. Era la imagen de la tragedia. Pensé –no sé cómo en ese momento– qué distinta se veía unas horas antes a la luz de la luna cuando subimos del pueblo a nuestra casa. Con su precioso vestido de novia; su cabello ¡tan negro! tenía flores salpicándolo. También la traía de la mano por el camino, pero entonces su rostro era radiante y cantaba mientras yo reía. 
          Ahora gemía y aún así era linda, ¡muy bella! 
          Corríamos y corríamos sin parar cuando de pronto, en la oscuridad, de detrás de unos arbustos salió un hombre. Helena y yo quedamos clavados al camino, paralizados de miedo. Era un soldado turco. Tenía un fusil en su mano y nos apuntaba. 
          Instintivamente me puse delante de Helena y levanté una mano como queriendo detenerlo. 
          Fue un segundo. El soldado estaba tan aterrado como nosotros y al vernos desarmados nos miró con ojos desorbitados y tiró su fusil al suelo. Enseguida nos dijo algo que no entendimos, pero el tono era desesperado.
          Movía las manos señalando el pueblo y casi llorando sacudía la cabeza de un lado para el otro. Luego hizo un gesto de súplica juntando las manos y entendimos que quería ir con nosotros. 
          Helena y yo nos miramos y dudamos. Pero después, viendo el arma en el suelo y al hombre arrodillado llorando, nos conmovimos y después de levantar el fusil lo agarré de un brazo y le dije: –¡Vamos!–. 
          No había más tiempo, así que seguimos corriendo ahora los tres, y yo más seguro ya que tenía el fusil. 
          Cuando íbamos llegando a la ensenada nos paramos un momento y traté de hacerle entender lo que haríamos. Le hice señas de que no abriera la boca para nada, que confiara en mi. No sé si entendió, pero a todo decía que si con la cabeza. Le hice señas también de que se sacara el uniforme y lo hizo, sólo se quedó con sus pantalones que de tan sucios no se veían. 
          Llegamos a los botes y ya había algunos vecinos. 
          Todo era un caos. La sorpresa del asalto había generado en todos ¡pánico! Se movían sin rumbo, iban, venían... Sin saber que hacer. 
          Dos hombres arrastraban un bote hacia el agua y llamaban a los demás para que empezaran a subir. Al ver eso traté de calmarme un poco para organizarnos y salir de la isla. 
          Helena encontró a una amiga con su bebé apretado contra ella y reaccionando contra su propio miedo la hizo subir al bote junto con el soldado y otras personas más que no reconocí en la oscuridad. El incendio había formado nubes tan negras que ahora tapaban la luna. 
          Empujé el bote y lo largué al mar. Volví para ayudar con las otras embarcaciones y cuando ya estaban todos embarcados me tiré al agua y nadé desesperadamente tratando de alcanzar el bote en que iba Helena. No lo veía. Sólo me guiaba por los gritos de ella llamándome. 
          De pronto, por un momento, la luna apareció entre las nubes y allí pude ver el bote. ¡Estaba cerca!   
        Se escondió la luna y todo volvió a ser negro. Di unas brazadas desesperadas y llegué. Todos me estiraban las manos para ayudarme a subir, pero fue la del soldado la que me agarró con fuerza empinándose sobre la orilla del bote aún arriesgando caer al mar. 
          Subí. Helena se abalanzó sobre mi llorando desesperada y aún en mis brazos estuvo llorando mucho tiempo. 
          Acordamos todos remar lo más lejos posible y así estuvimos turnándonos en los remos hasta el amanecer. 
          Avistamos entonces una isla y hacia allí fuimos. Estaba bastante lejos de Koutalis, y los del lugar, ya enterados de lo sucedido, nos recibieron con mucha solidaridad. Nos dieron ropa y comida, y ubicados en distintas casas hasta pudimos intentar dormir un poco. 
          Helena no se separaba un segundo de mi y tampoco el soldado, que aún se veía aterrado. 
          Pensé entonces que debía tratar de comunicarme con él de alguna forma, ya que hasta el momento nadie había reparado en él. El miedo, la angustia, la oscuridad de la noche habían facilitado que el soldado pasara inadvertido, pero ahora, ya un poco más calmados, alguno había preguntado quién era. Yo dije que era un familiar de uno de nuestros vecinos que casualmente estaba ese día visitándolos y se encontró en la tragedia. Les dije que no hablaba porque estaba aún sin reaccionar y les pedí que lo dejaran tranquilo. 
          Helena se recostó un rato y aproveché para salir con él de la casa y cuando estuvimos solos y bastante lejos nos sentamos en unas piedras y traté de “hablar” con él. Ninguno de los dos hablaba el idioma del otro; sólo algunas palabras. Pero de a poco y con señas fuimos entendiéndonos. 
          Lo primero: los nombres. Me señalé el pecho y dije: 
          –Dimitri; mi nombre es Dimitri. 
          Lo repetí mientras él me miraba con mucha atención. Entonces él hizo lo mismo. Se señaló el pecho y en algo parecido al griego repitió: 
          –Mi nombre... Tufic. 
          –¡Tufic! –grité– ¿El señor Tufic que tiene la tienda? 
          –Sí niña, ese mismo... Aquel soldado muerto de miedo, me confesó con el tiempo, cuando ya empezamos a entender uno el idioma del otro, que él nunca había querido ser soldado, pero su país lo obligó y allá lo mandaron, a ocupar nuestra isla, nuestra Koutalis. 
          Pero Tufic no tenía odio ni ambición para ir a matar personas que ni conocía, que no le habían hecho nada. Esta parte del cuento se me hizo más fácil de entender. Don Dimitri estaba usando ahora palabras más conocidas. Porque hubo momentos del relato en que me pareció que se estaba acordando de todo y diciéndoselo en voz alta, pero se había olvidado que me lo contaba a mí, a una niña de ocho años. 
          Aunque algunas palabras no las entendía, igual supe bien como habían sido las cosas. 
          Lo miré un momento y me pareció distinto; su cara siempre sonriente estaba ahora triste y como cansada. Iba a decirle que dejáramos para después lo que faltaba, pero en eso él empezó a hablar de nuevo. 
          –Estuvimos en esa isla dos días.  Hablamos con la gente del lugar y ellos nos dijeron que cada quince días venía una embarcación más grande a traer mercaderías y luego regresaba a la parte continental. Ellos mismos se ofrecieron para hablar con el capitán, explicarle nuestra situación y pedirle que nos llevara en su barco. Pero nosotros no teníamos con qué pagarle. No teníamos nada.           Igual dijo que sí, pero que nos iría llevando en grupos de a cinco en cada viaje. Aceptamos, por supuesto, y así salimos en el primer grupo. Durante el viaje nos acordamos mucho de Sotiris. ¿Habría podido llegar a la ensenada? ¿Habría subido a alguno de los botes? Nunca más supimos de él, pero tanto Helena como yo, y hasta Tufic -que no lo vio- le estuvimos siempre en deuda por haber arriesgado su vida para venir a avisarnos aquella noche lo que pasaba y que fuéramos a la ensenada.           Desembarcamos en un puerto grande: el Pireo, en Atenas. 
          Allí estuvimos Helena, Tufic y yo, pasando muy mal, pues teníamos muy poco dinero que el capitán nos había dado. Debimos conseguir un lugar para dormir y aunque nos conformamos con lo más elemental, no nos dejaba casi nada para comer. 
          Por suerte a los pocos días nos enteramos que saldría un barco hacia Sudamérica. ¡Era nuestra oportunidad! Desde ese momento nos dedicamos a averiguar y a buscar contactos, y dimos con alguien en el puerto que, después de oír nuestras dificultades, nos prometió ponernos en contacto con el capitán del barco. 
          A estas alturas, ya doña Helena le había avisado al abuelo que el almuerzo estaría pronto en un rato. 
          Yo me había levantado para irme, aunque sin ganas, pero don Dimitri me hizo señas de que volviera a sentarme. Así lo hice, y él siguió la historia. 
          –Otra vez contamos nuestra historia; esta vez al capitán. El nos escuchó con mucha atención, callado. Al final dijo: “Bueno, esto es complicado; ustedes no tienen papeles, ni dinero, ni ningún respaldo para empezar en otro país, pero...tienen que irse, sobre todo por él”, y señaló a Tufic. Se quedó unos momentos pensando y luego siguió. “Vamos a hacer esto: yo los llevo.” 
          Aquí nos miramos los tres con alivio. “Yo los llevo”, repitió, “como si fueran parte de la tripulación...  aunque vamos a tener que ser muy cautelosos.”
          – “¿Cautelosos?”, pensé.  “¿Qué será eso?”. El abuelo seguía hablando. 
          –Embarcamos. El capitán nos ponía a hacer algunas tareas, pero cuando llegábamos a algún puerto nos ordenaba bajar a las bodegas y allí nos quedábamos hasta que zarpábamos otra vez. 
          Ese fue el viaje; bastante tranquilo con la ayuda del capitán. Helena estaba un poco más calmada. En cambio Tufic pasaba el tiempo callado, triste, taciturno. 
          –¿De dónde saca el abuelo esas palabras tan raras? –me volví a preguntar. 
          –Durante las noches conversábamos bajito, en cubierta y cada vez nos sentíamos más amigos. Tufic me contaba que tenía mucho miedo de que lo descubrieran, porque era un desertor.
          –¡Otra que no entiendo –pensé–. Se está poniendo complicado esto, y ahí nomás le pregunté: 
          –¿Qué quiere decir desertor? 
          Don Dimitri me miró como si recién se diera cuenta que yo estaba ahí. 
          –¡Ah, mi niña!… Disculpa; por momentos me olvido que eres muy chica para entender...– Lo interrumpí: –¡No, no, yo entiendo, abuelo, yo entiendo!, Sólo alguna palabrita se me escapa. 
          Él se rió después de mucho tiempo y dijo: 
          –A ver... Desertor se le llama a un soldado que no hace lo que le mandan y huye. Entonces lo buscan y cuando lo encuentran, lo ponen preso. Tufic no quiso pelear ni mucho menos matar, así que huyó. Y ahora iba rumbo a otro país para empezar de nuevo su vida, pero mientras no llegara, no estaría tranquilo. Por eso estaba tan asustado,  temiendo ser descubierto y devuelto a su país. 
          Doña Helena volvió a salir para avisar que la comida estaba servida hacía rato.
          –Telis ya almorzó y tú sigues de charla con esta señorita–, dijo riéndose. En eso vimos que venía llegando ¡Serafina! 
          Saludó muy cumplida y luego mirándome y con simulada severidad, me dijo:
          –¿Pero es que tú no sabes la hora? Don Dimitri te está soportando desde las diez de la mañana y es la una de la tarde! 
          –Ella quiso irse –contestó el abuelo– pero yo la retuve porque estábamos muy entretenidos charlando –y me guiñó un ojo–. Además ella nunca me molestaría, al contrario. Me alegra las mañanas. 
          –Bueno, está bien –dijo Serafina– pero no debe abusar, además también tiene que almorzar. 
          El abuelo Dimitri ya se había levantado de la silla y acercándose a mí que también me había parado con el almohadón en la mano, me dio un beso y me dijo: 
          –¡Gracias, koritzaki, gracias por tu paciencia de hoy! 
          Yo me quedé medio tonta de la sorpresa, así que le di el almohadón y le dije: 
          –¡El sábado vengo, eh! –y le tiré un beso que soplé desde la palma de mi mano como  hacía siempre. 
          Él entró sonriendo con doña Helena, y Serafina y yo salimos rumbo a casa. Cuando llegamos la familia ya había terminado de almorzar, así que seguí atrás de Serafina rumbo a la cocina para comer con ella. 
          Ni bien nos sentamos a la mesa, ella no aguantó más y preguntó: 
          –¿Se puede saber qué te dijo don Dimitri que yo no le entendí? 
          –¡Ah! –contesté dándome importancia–. ¿Tú querés saber qué quiere decir, koritzaki?. Bueno, eso en griego, que es el idioma del abuelo, quiere decir niñita, ¿No es gracioso? Y hay otras palabras que aprendí. ¿Viste ese collarcito de cuentas de vidrio azul que el abuelo siempre tiene en la mano? Eso se llama komboloi. Y los bizcochitos que hace doña Helena, que te conté que tienen mucha azúcar impalpable por arriba… Esos se llaman kourambiedes. ¿Qué tal?, dentro de poco voy a poder hablar con él en griego... 
          –¡Sí, sí, cómo no! –dijo Serafina y se puso a reír.
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          La semana iba corriendo y yo no podía concentrarme en nada. Menos mal que con los preparativos del día del kilo, la maestra no estaba muy exigente. Todos los chiquilines se pasaban haciéndole preguntas y se nos iban los días con aquel alboroto. 
          El vienes, después de los deberes, que esos sí nos los mandaba abundantes la Srta. Alba, pensé en regalarle algo a don Dimitri. Por eso de que él me había puesto un almohadón en el escalón, y por contarme su historia, y porque ya lo quería mucho... En fin, que pensé y pensé y al final decidí hacerle un dibujo.
          Saqué mis acuarelas y mis pinceles y me fui a la cocina. Cuando estaba desplegando una hoja de dibujo y todo lo demás sobre la mesa, entró Serafina y dijo: 
          –¡Así que hoy tenemos a la pintora en mi cocina! Un día de estos voy a ir a cocinar a tu dormitorio. 
          Se hacía la gruñona, pero era puro barullo. Me levanté de la silla y fui a dónde estaba, la abracé y le di un beso, y allí se suavizó enseguida.           
          –Está bien, zalamera, pero cuando termines me dejas todo or-de-na-di-to. 
        Me reí. Ella siempre hablaba en sílabas, como martillando las palabras para clavarlas en mi cabeza. 
          Pasé toda la tarde con el dibujo pero quedó ¡precioso!...¿o me parecía a mí? 
        Pinté al abuelo Dimitri sentado en su silla de paja, con su komboloi y todo, y me pinté, yo, sentada en el escalón, por supuesto con mi almohadón. Se veía también parte de la frutería de Telis con sus cajones de frutas y verduras. 
          Estaba ansiosa por ir al otro día y ver qué cara ponía al ver “mi obra”. 
          Llegué corriendo con el dibujo arrolladito y envuelto en un papel para regalo que me había dado Serafina. 
          Cuando me vio llegar, le apareció una sonrisa en su cara. Le di un beso y le estiré el regalo. 
          –Es para usted, don Dimitri –y me moría por adelantarle lo que era, pero me aguanté. No quería arruinar la sorpresa. 
          –¿Otro regalo para mí?¿pero será que yo merezco esto?–dijo, y sacudió el rollo envuelto en papel floreado. 
          –¡Claro que sí! Usted es tan bueno, y yo lo quiero taaanto... –dije. 
          Él me agarró una mano y se quedó con ella apretada. Los ojitos se le llenaron de lágrimas. 
          –¡Ah no! –dije–. Yo le traigo esto para darle una alegría, no para que se ponga triste. 
          –¡Estoy muy feliz mi niña, no sabes cuánto! Al final la vida me prestó una nieta, una nieta dulce y curiosa como tú, que cambió mis mañanas de sábado con su charla y su risa! 
          Abrió por fin el papel y desenrolló el dibujo. 
          Y bueno, ahora sí que le corrieron las lágrimas por las arruguitas de la cara y yo no le dije nada porque al verlo tan lloroncito, también lloré un poquito. 
          –¿Esto lo hiciste tú? Y mira que bien que estamos los dos, ¡igualitos! –y se rió con ganas.                    Todavía lo miró un poco más, alejándolo y acercándolo a su cara hasta que, mientras lo arrollaba de nuevo, me dio las gracias muy emocionado y se quedó con él en la falda. 
          Entonces, me acomodé en mi almohadón y empecé con mis preguntas. 
          –¿Don Dimitri, usted me va a seguir contando su historia? Porque   me parece que falta un poquito ¿no? 
          –Sí, es cierto, aún falta un poco. ¿Dónde nos quedamos? 
          –En el barco que los llevaba a usted, a doña Helena y a don Tufic, que era un dese...  o me acuerdo de la palabra.
          –Desertor, –completó–. Sí, bueno, nos habíamos subido al barco que iba a Sudamérica, bien lejos, sobre todo por Tufic. El viaje duró muchos, muchos días. El capitán nos trataba de maravilla. Esa noche nos llamó a su camarote y dijo: “Bueno amigos, vamos terminando el viaje y ahora tenemos que ser más cuidadosos. El barco va a Buenos Aires, en Argentina. Es una ciudad muy grande, con muchas posibilidades de trabajo, pero antes llegaremos a Montevideo, Uruguay, que aunque más chica, es una ciudad muy hermosa y hospitalaria. 
          Ahora, ustedes piensen donde quieren desembarcar y me avisan con tiempo, pues tengo que ponerme en contacto con alguien que los espere, pero no se preocupen que todo va a salir bien.” 
          No podíamos decidirnos, hasta que de pronto y como por una corazonada, los tres elegimos Montevideo. Le dijimos al capitán y al rato nos avisó que un amigo suyo nos esperaría en el puerto.           Debíamos bajar del barco y salir lo más rápido posible del puerto, guiados por Stavros Kanakis. Cuando oímos el nombre de nuestro guía se nos calmaron un poco los nervios, pues era griego también, y eso facilitaba mucho las cosas. 
          Llegamos. Nos despedimos del capitán Panagiotis. Nos abrazamos, le agradecimos mil veces, nos emocionamos y al final bajamos al puerto. No miramos atrás. 
          Allí estaba el Sr. Kanakis, con las señas que le había dado al capitán: pantalón negro, camisa a rayas bien llamativas para destacarse y un sombrero también negro con ala bastante ancha. 
          Apenas nos dimos la mano y mientras nos hacíamos preguntas nos encaminamos hacia la salida del puerto. Nos hizo subir a un coche y  empezó a recorrer las calles de la ciudad contándonos que él y el capitán eran muy amigos y que cuando hacía escala en Montevideo siempre se veían. 
          –El me trae noticias, cartas y hasta regalos de mi familia. Ahora me avisó que traía unos amigos en dificultades y necesitaba mi ayuda. 
          –¡Cómo no los voy a ayudar!, son compatriotas –dijo. 
          Nosotros asentimos con la cabeza, pero no dijimos que traíamos a un turco con nosotros. 
          Nos llevó a una pensión, nos dio algo de dinero para ayudar en los primeros días, y prometió volver lo antes posible -dijo. Le agradecimos muchísimo y se fue. 
          La sensación de desarraigo… 
          –¡Ay, no! –me dije– ¡que no empiece con las palabras raras otra vez! 
          –Al quedarnos solos, fue terrible. Estábamos en un país desconocido, sin nada más que un poco de dinero que nos había dado el capitán. Por nuestros trabajitos en el barco, dijo. Pero en realidad era para ayudarnos sin herir nuestra dignidad. Más lo que acababa de dejarnos Stavros Kanakis. 
          ¡Qué lejos había quedado nuestra isla, nuestras familias, nuestros amigos! De pronto miré a Tufic que estaba sentado en silencio y su cara era la imagen de la desolación. Pensé para mí: “¿De qué te quejas Dimitri? Por lo menos tú tienes a Helena contigo, él no tiene a nadie y además tiene miedo de su propia gente...”
          Me acerqué a él y poniéndole la mano en el hombro traté de darle ánimo ¡ya estamos aquí, amigo, listos para empezar una nueva vida! Helena me miró con una sonrisa triste, pero comprendió mi intención. Esa noche nos sentamos los tres y empezamos a hablar sobre lo que haríamos. Aún por lo poco que habíamos podido ver mientras veníamos a la pensión, a Helena y a mí, la ciudad nos gustaba. ¡Y el mar tan cerca! –dije–. Además aquí por lo menos ya tenemos un conocido que parece muy buena persona... 
          Tufic nos oía hablar entusiasmados pero no decía nada. Apenas si se le asomaba una sonrisa sin ganas. 
          –¿Y tú que opinas Tufic, te gustaría que nos quedáramos aquí? –le pregunté. 
          Me miró un momento como tratando de decidir qué contestar. Luego dijo medio en turco, medio en griego: 
          –Yo no tengo derecho a pedir nada. Ustedes me salvaron la vida y lo único que yo quiero es estar con ustedes. 
          –Bueno. Bueno, – dije–. Eso está bien. 
          Ya acostados Helena y yo hablábamos bajito en la oscuridad del cuarto. 
          – Yo creo –dijo Helena– que Tufic no está contento con quedarse aquí. 
          –¿Tú crees?–le contesté. 
          –Pregúntale mañana, y haz que te diga la verdad. No me gustaría que estuviera mal sólo por estar con nosotros. Después de todo también  le debemos la vida.  No olvidemos que tenía un fusil que podía haber usado, y esconderse por ahí hasta que todo pasara. Es un hombre bueno de verdad. 
          –Creo que tienes razón –dije–. Mañana voy a hablar con él. 
          Así lo hice. 
          Me confesó que todavía estaba muy asustado y que ya que le preguntaba, él prefería irse a algún pueblo, lejos, donde la gente no se enterara de su vida, nadie lo buscara y poder vivir en paz. 
          A mí me tiraba mucho el mar; ¡lo extrañaba tanto!, pero… pensé: “Tufic se ha convertido en un buen amigo y como dice Helena, podía habernos matado y no lo hizo, dejando claro que no todos los hombres están dispuestos a matar sólo porque se lo mandan.” El amaba la paz, y eso era demasiado importante como para hacer de mi parte un pequeño sacrificio. Yo también quería la paz... 
          –Ya no te preocupes más –dije–. También nosotros queremos seguir junto contigo. Hemos vivido cosas terribles y si sobrevivimos debe ser porque Dios aún así lo quiere. Quizás sea para demostrarle a los demás que nadie tiene derecho a decretar que somos enemigos de nadie sólo por intereses de pocos, que se manejan desde atrás de un escritorio. 
          Buscaremos un pueblo lejos de la capital donde poder perdernos y vivir tranquilos los tres, y juntos. 
          Tufic me abrazó con lágrimas en los ojos y sólo dijo: –Argadash… (amigo, en turco).                             Cumpliendo lo prometido, volvió Kanakis. Le contamos nuestros planes y le pedimos nos guiara para saber a dónde ir. 
          Después de oír nuestros proyectos, se quedó de una pieza al saber toda la verdadera historia.
          Tufic y yo nos miramos al ver que no decía nada. Esperamos, y al fin dijo: 
          –¡Toda una hazaña! Se levantó de la silla y vino hacia nosotros. Nos dio la mano y al parecer le resultó poco. Entonces nos abrazó. 
          –Tranquilos, los voy a ayudar. ¡Claro que sí! –dijo. Se sentó de nuevo y mientras se acariciaba el mentón con una mano, con la otra golpeteaba con los dedos sobre la mesa. Pensaba... 
          Al rato dijo: 
          –¡Ya sé, Zeballos, José Zeballos! Es uno de mis primeros amigos de cuando llegué a Uruguay. El hace viajes al interior con su camión y puede llevarlos. Le voy a hablar y seguro que no habrá ningún problema. 
          La cara de Tufic había cambiado, al punto que se reía y hablaba en su griego-turco como nunca lo había hecho. 
          Kanakis se fue. 
          Al día siguiente volvió con su amigo, el camionero. Nos lo presentó y ya supimos que se trataba de un hombre solidario y muy alegre, pues aunque no le entendíamos nada de lo que decía, veíamos que se reía mucho y nos palmeaba el brazo. 
          Stavros nos propuso, por consejo de Zevallos, que fuéramos a un pueblo al que él iba seguido, que era muy lindo y tranquilo. 
          Aceptamos y a los dos días nos despedimos de Stavros, aunque quedamos en seguir en contacto. En el correr de los años nos visitamos muchas veces y tuvimos una linda amistad. El hecho de que él también fuera griego nos ayudó muchísimo en nuestros comienzos aquí. 
          De mañana tempranito ya estaba el camión en la puerta de la pensión. Juntamos nuestras poquitas cosas y marchamos. 
          Cuanto más nos adentrábamos en el campo, más nos gustaba. Acá era todo ¡tan verde! Acostumbrados al gris de las rocas de nuestra isla, aquellas praderas nos deslumbraban! 
          Don Dimitri volvió por unos segundos al presente y con cara de confidencia me contó su secreto. 
          –Pero yo, pequeña, en el fondo de mi corazón añoraba el azul del mar... ¡Hubiera sido perfecto esas llanuras verdes y el azul del mar juntos...! Creo que Helena venía pensando algo parecido porque sus ojos se perdían en el horizonte como si imaginara que el cielo era agua... 
          Me sentí triste por lo que el abuelo decía y casi me dieron ganas de llorar. Pero no lo hice. Yo le había dicho “¡Cuénteme que yo aguanto!”. 
          El abuelo se fue otra vez. 
          –Miré la cara de Tufic y me emocionó la alegría y el alivio que vi en ella. Entonces me dije para mí mismo: “Todo está bien, todo está bien...” 
          Otro silencio. 
          Lo miré de reojo y esperé. 
          De pronto, suspiró hondo, se masajeó las manos, luego se las pasó por la cara  como si quisiera borrar de sus ojos todas aquellas imágenes que tanto les habían hecho sufrir. 
          Me miró en silencio con los ojitos llenos de tristeza, pero a la vez, como Tufic, como con alivio de haber podido hablar (no lo hacía ni con Helena ni con Tufic, para no recordarles todo lo pasado y todo lo perdido ), recorriendo paso a paso todo lo sucedido hacía tantos años. 
          Estiró el brazo y me agarró la mano... y me pareció... que le temblaba un poquito. 
          –No debí contarte estas cosas a tí, koritzaki. Me siento culpable. Estas son cosas de grandes; maldades, egoísmos, dolor... 
          –Sí, –le interrumpí– pero también había cosas muy lindas en su historia, abuelo. Por ejemplo, el señor Tufic no peleó con ustedes ni ustedes con él. Toda la gente que les ayudó hasta que los tres pudieron llegar a este pueblo tan lindo y después su familia y la de su amigo Tufic, fueron como una sola. 
          –Sí, tienes razón, también hubo cosas muy lindas. Vine aquí y te conocí a tí, niña querida ... –dijo. 
          –Ahora sé mucho de usted, abuelo –y.... aquí se me terminó la fuerza que había hecho durante todo el relato para no soltar ni una lagrimita, así que de golpe me levanté del almohadón y me hinqué en el suelo al costado de su silla, y apoyando la cabeza en el brazo del abuelo, largué el llanto. 
          El se sorprendió. Más que eso, creo que se asustó. Se sintió responsable de haber causado mi tristeza. 
          –¿Ves? –dijo–. ¡Yo sabía que no debía contarte esas cosas a ti, pobrecita!, –y me acariciaba el pelo–.  No llores más. Seguro que yo exageré un poco –agregó –. Pero yo sabía que no, que todo era verdad, por algo lo querían tanto en el pueblo, y a doña Helena y a don Tufic. 
          Ese era un cuento de verdad, lleno de valor, de lucha por vivir, de amor y de amistad. Don Dimitri sacrificó su amor al mar por la seguridad y la paz de su amigo Tufic, y creo que, aparte de su familia, sólo yo sabía eso. 
          Sé que hubo muchas cosas que yo no entendí, porque mientras hablaba, el abuelo se iba olvidando de que era a mí que me contaba. Hubo muchos momentos en los que él estaba sólo con sus recuerdos. Por eso hablaba con palabras que yo no conocía todavía. 
          Ahora entendía por qué estaba siempre con los ojos cerrados cuando yo pasaba. Estaba viajando a su pasado... en silencio. 
          Cuando yo le pedí tanto que me contara su historia, no hice más que darle la oportunidad de ponerle voz a sus recuerdos. 
          ¡Me asustó! cuando de golpe se enderezó en la silla, y dijo fuerte: 
          –¡Bueno, bueno! ¿Qué estamos haciendo, señorita, llorando cuando tenemos un plato de kourambiedes llenos de azúcar, esperando a que nos demos un atracón? 
          Me secó las lágrimas de los cachetes con la palma de la mano e intentando una alegría que yo sabía que no sentía, estiró el brazo y agarró el plato de kourambiedes que estaban olvidados en el escalón. 
          –Uno para tí... otro para mí –repartió–. Yo volví a sentarme en el almohadón y empecé a comer. Él también, 
          De pronto nos vimos a la cara, y los dos largamos –ahora si– la risa, una risa linda, de alivio.                ¡Los dos teníamos unos hermosos bigotes blancos de azúcar impalpable!
____________________

           Llegó por fin el día del kilo. 
           Más temprano que de costumbre estábamos todos en la escuela. Muchos chiquilines habían llevado carritos y carretillas como había pedido la maestra. 
           Cada clase salió por su lado. A la mía le tocó la zona del centro del pueblo y yo casi salto de alegría, porque quería ir a lo de don Dimitri para que me viera trabajando. ¡Me sentía tan importante haciendo esa tarea! 
           A las nueve y media arrancamos con mil recomendaciones de la maestra y de Marcela, la directora. 
           Cuando salimos de la escuela, el Casildo y Don Juan estaban en la plaza y aunque no podían ir con nosotros, Casildo nos gritó deseándonos suerte y recomendándonos que nos portáramos bien...-¡Como ustedes saben! –agregó.
           –Sí, sí –le contestamos a las risas. 
           Empezamos a llamar en cada puerta y en cada comercio. Nos turnábamos para hablar y siempre lo hacíamos con muy buenos modales: que por favor, que gracias por su molestia, que que lo pase muy bien...
           La mayor parte de la gente ya tenía pronta su donación. Otros nos hacían esperar un poquito, pero todos nos daban algo. 
           Acomodábamos las cosas en los carritos y en las carretillas y bueno... Algún percance hubo, como un paquete de arroz que se rompió con un clavo y se desparramó en la calle. Pero bueno,  a veces pasa... 
           Así íbamos riéndonos mucho como siempre, pero muy juiciosos. Era la primera vez que salíamos y queríamos hacerlo bien. 
           Cuando íbamos llegando a la cuadra de don Dimitri yo los paré y les pedí que me dejaran hablar a mí porque don Dimitri y Telis eran mis amigos. 
           –No hay problema –dijo Miguelito–. Te los dejamos. 
           Al llegar a la frutería de Telis...¡cerrado! 
           –¿Cómo es que está cerrado? –dijeron a coro. 
           Yo me quedé desorientada. Tampoco estaba el abuelo en su silla. 
           –Deben haber ido a la capital –dijo Rosa–. Yo sé que Telis lleva a su padre a Montevideo cada tanto para que vea el mar.. Y… lo extraña. En casa cuentan que don Dimitri era pescador y vivía todo el tiempo en el mar, así que cuando Telis tiene que ir a comprar algo, lo lleva. 
           –¡Ah, qué lástima! –dije– yo quería que me viera. Y bueno, después cuando vuelva le cuento.            Igual le golpeamos la puerta con el llamador de bronce a doña Helena. 
           Demoró un poco en salir, y yo aproveché para recomendarles que se portaran bien. 
           Al fin salió. 
           ¡Qué rara estaba! Tanto que las risas se nos cortaron de golpe. 
           Estaba toda vestida de negro y su cara parecía más blanca. 
           –Hola niños –dijo bajito. 
           Me adelanté, subí el escalón y le dí un beso.
           –Doña Helena –empecé diciendo, pero algo me estaba apretando la garganta y el pecho. En lugar del discursito de pedido, me salió una pregunta desesperada: 
           –¿Y el abuelo Dimitri? 
           Ella me acarició la cabeza y cuando me contestó, le rodaron dos lágrimas por su cara, antes siempre sonriente. 
           –Mi querido Dimitri... nos dejó. Rosita, apurada por el miedo a la verdad, dijo… 
           –¿Vieron? Yo les dije que había ido a ver el mar –y sin más ni más, se abrazó de Celia y se puso a llorar. 
           Me quedé clavada en el escalón. Miré a doña Helena y ella me hizo entrar. Sacó unos paquetes de detrás de la puerta, se los dió a los chiquilines y ellos agradeciéndole en voz baja, la saludaron con un beso cada uno y se fueron. 
           Doña Helena cerró el zaguán y poniéndome la mano alrededor de los hombros, me llevó a través de una sala en penumbra –aunque era casi mediodía– hasta una habitación donde don Dimitri leía y escuchaba su música, la música de su querida Grecia. 
           Yo ni pisaba. Me parecía que algo se iba a romper; no sabía si el silencio, o el jarrón de dos asas que había en una mesa, o un velero como de juguete que había en una vitrina, junto a otros  barquitos de madera. 
           Inmediatamente que lo vi, me acordé de las maderas que Casildo le llevaba a don Dimitri un día que nos cruzamos en la plaza. Además, alguna vez había visto al abuelo guardar una navajita y una maderita en el bolsillo de su pantalón cuando yo llegaba. 
           –Querida niña –dijo doña Helena y se pareció ¡tanto! a un llanto el tono de su voz cuando habló...–. Te hice venir acá, porque Dimitri me pidió especialmente que hablara contigo a solas y aquí, en su lugar, donde están todas las cosas que él amaba. Quería que te contara lo feliz que fue en todo el tiempo que compartió contigo; las charlas, las risas, las historias que se contaban uno al otro ,en fin, que llegó a quererte mucho. 
           Ahí ya no tuve más que asumir la realidad. Me abalancé llorando y abracé a doña Helena. 
           –Yo también lo quiero mucho –dije– y era el abuelo que yo elegí. 
           –Yo lo sé, pequeña, yo lo sé –dijo–. Él me pidió además que te diera algo que hizo con mucho amor para ti–. 
           Sacó de la vitrina un barquito tallado en madera que tenía unas velas blancas chiquitas. Tallado en un costado decía algo que no entendí y atada con un cordoncito, una tarjetita. 
           Me temblaban las manos cuando lo agarré. Lo acaricié, lo arrimé a mi cara y sentí el perfume que el abuelo siempre tenía en las manos cuando me revolvía el pelo. Lloraba callada. 
           Abrí la tarjetita. 
           Decía: “Koritzaki, mi pequeña, fuiste la alegría del final de mi camino, y ¡qué feliz me siento de haberte conocido! Te dejo esta embarcación, para que cada vez que sueñes, puedas ir a los lugares más bonitos, en libertad. Guárdame un lugarcito en tus recuerdos mientras creces. Mi cariño y mi agradecimiento para ti. No estés triste. Nos veremos un día, koritzaki. El abuelo Dimitri.” 
           Cuando terminé de leer, me refugié llorando otra vez en los brazos de doña Helena. 
           Ella me hablaba calmada y trataba de convencerme de que todo estaba bien, pero yo no sabía cómo iba a reírme otra vez, sabiendo que ya no estaría la silla de paja con el abuelo, ni el almohadón en el escalón esperando nuestros encuentros. 
           Cuando ya me iba, pasé los ojos por toda la habitación como queriendo grabarme todas las cosas que habían sido del abuelo: el sillón alto con una lámpara de pie al lado, seguramente donde leía, los estantes llenos de libros, la vitrina de los barquitos, recostado a la pared, el bouzouki, y en una de las paredes un cuadro con un mar y un cielo muy azul y en la costa unas casitas blancas rodeadas de rocas; sin duda era su isla. 
           Salimos, pero de pronto doña Helena volvió a entrar en la habitación y regresó  con algo. Me abrió la mano y me puso en ella el komboloi, el collarcito de cuentas de vidrio azul, que tanto me intrigara. 
           –Toma, –me dijo– esto también es para ti. Así me lo dijo Dimitri. 
           Cerré la mano y lo apreté contra mi pecho. 
           Doña Helena me acompañó a la puerta. Me abrazó y le di un beso. 
           Salí, y en eso ella me gritó: 
           –¡Koritzaki, no dejes de venir! ¡Te voy a estar esperando con un plato de kourambiedes! 
           Me dí vuelta y disfrazando mi cara con una sonrisa, levanté la mano y también le grité 
            –¡Voy a venir pronto... abuela Helena!
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           Los chiquilines ya no estaban a la vista. Tenían una tarea para hacer y habían prometido responsabilidad. 
           Yo me fui a casa. 
           Entré derecho a la cocina y allí estaba Serafina. Yo quería hablar con ella. 
           Lo primero que le dije fue un reproche: 
           –¡¿ Por qué no me dijeron nada?!. 
           –¿Nada de qué? –preguntó ella sobresaltada al ver mi enojo. 
           –¡¿Por qué no me dijeron que don Dimitri había muerto?!  –contesté. 
           Serafina dejó la asadera con galletitas que estaba sacando del horno, las tapó con el mismo repasador con que había agarrado la asadera, pasó las manos por el delantal y se acercó despacio. Miraba el piso como si allí estuviera escrita la respuesta.
           –¡¿Por qué?!, –casi le grité–. Yo siempre te cuento todo y sabías cómo lo quería. 
           –Por eso mismo, por eso. No supe cómo decirte. Sabía que te iba a doler mucho –dijo–. Fue hace tres días y como tú estabas entretenida con lo del día del kilo, decidí esperar para decírtelo antes del sábado. 
           ¡No pensé que irías hoy por allí! No se me ocurrió, como siempre ibas los sábados... 
           Puse los brazos sobre la mesa y escondí allí la cara. ¡Tenía unas ganas de llorar! Y lloré. 
           La mano de Serafina me acarició la cabeza y con mucha ternura trató de consolarme. Cuando me calmé, me sequé las lágrimas y le pedí que me diera un poco de agua. 
           –Mira, jovencita, creo que mejor te hago un jugo de naranjas y lo acompañas con unas galletitas –y señalando la asadera preguntó: –¿Qué te parece? 
           Me salió una sonrisa sin ganas, pero Serafina era siempre tan buena conmigo que le dije: –Bueno, pero tomamos las dos ese jugo con galletitas. 
           –¡Claro que sí! –dijo–. 
           Mientras lo preparaba yo le conté lo que había pasado; cómo doña Helena me había hecho entrar a su casa y le mostré el barquito y el “collarcito”. 
           –¡Qué bonitos! –dijo Serafina–. Se ve que te quería mucho ese señor, y tú estoy segura que le diste muchos días de alegría. 
           Bueno, ahora vamos a dejar ese tema, y no quiero verte triste. Sólo tienes que pensar que él y tú tuvieron una preciosa oportunidad de compartir cariño, sus recuerdos y tu curiosidad. En fin, recuerda eso con alegría y agradecimiento.
            Serafina volvió al repasador y terminó de poner las galletitas en un bol. Luego lo puso sobre la mesa junto con dos vasos de jugo. Nos sentamos las dos, una frente a la otra… pero en silencio.
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           Cuando pasé frente al ventanal que daba al mar, me detuve. 
           Fue como si aquel sol sangrante me detuviera con una mano invisible. Siempre me sucedía lo mismo. No podía ignorar una puesta de sol. 
           Mi escritorio estaba precisamente frente a ese ventanal. 
           Me senté y me quedé en silencio, mirando cómo el mar se teñía de rojo. Era un espectáculo impresionante. Recordé otros ocasos. 
           De pronto vi sobre el escritorio, mi barquito, aquella pequeña embarcación de madera. Lo levanté y al hacerlo su silueta quedó recortada sobre el mar veteado de rojo donde lentamente se hundía el sol. 
           Parecía estar navegando, con sus velas chiquitas -muy blancas- y su nombre grabado en el costado: “ELEFTERÍA”. Ahora ya sabía lo que quería decir eleftería. Significaba ¡libertad!
           Por un buen rato, los recuerdos me invadieron, pero luego, yo los traía; uno, otro, otro y otro. No quería que se fueran ¡Me habían acompañado tantos años!. Eran recuerdos tan lindos, tan dulces.            Saqué de un cajón del escritorio la tarjetita que me había escrito el abuelo Dimitri. “…Te dejo esta embarcación para que cada vez que sueñes, puedas ir a los lugares más bonitos, en “libertad”. Ahora entendía el mensaje. 
           Recordé entonces aquel día en que me explicó que él cerraba los ojos para viajar y ante mi asombro dijo: –¡Tú no sabes cuánto se puede recorrer,  a cuántos lugares se puede ir, sentado en una silla, con sólo cerrar los ojos! 
           ¡Qué maravilloso regalo  me había dejado el abuelo Dimitri! No sólo por el barquito hecho con sus manos, sino por lo que representaba. Me había dejado por herencia, su fórmula para soñar, para sentirme libre! 
           ¡Y yo, tantas y tantas veces, con aquella embarcación entre mis manos y los ojos cerrados, me iba de detrás del escritorio y recorría el mundo! 
           Visité en sueños tantas veces Koutalis, su pequeña isla, que de tanto oírlo describirla, ya conocía... 
           Me escapé ¡tantas veces! de la tristeza, de la soledad, en aquel barquito, hacia la paz, la alegría, la esperanza... 
           En ese momento, comprendí también lo que me había querido decir Serafina con aquello de “fueron afortunados”. Yo lloraba haberlo perdido y ella me decía “fueron afortunados”... Fueron necesarios tantos años para darme cuenta de esa sabiduría natural de Serafina. 
           Muchas veces yo me había preguntado por qué, de niños, aquellos “gorriones de la plaza”–como nos llamaba el Casildo–, estuvimos tantas veces en contacto con la muerte. 
           Don Juan, don Rafael, don Dimitri, y otras personas del pueblo, familiares o amigos de aquel grupo de chiquilines. Nos habían dejado la marca. 
           Ahora comprendía que esa muerte que siempre nos sorprendía y nos desorientaba... era la vida.
            Con cada experiencia de esas se nos grababan cosas. Cosas que si bien no entendíamos en aquel momento, pasando el tiempo, eran como señales en el camino para seguir adelante. 
           El sol ya se había ahogado en el mar que ahora estaba gris oscuro y la oscuridad también se acercaba al horizonte. 
           Íbamos a tener una hermosa noche estrellada.´
            Guardé la tarjetita en el cajón, puse suavemente el barquito sobre el escritorio y me levanté de la silla. 
           Prendí la lámpara del rincón y salí de allí. 
           Me sentía bien, en calma. 
           Sabía que cuando quisiera podría soñar en libertad.
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 © Isabel Hernández Tibau



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