EL ESCAPE





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EL ESCAPE


              Ella era feliz. Tenía un romance.
             Cuando pensaba en eso, le sorprendía siempre que su vida hubiera tenido un cambio tan grande.
            Ahora soñaba, tenía ilusiones, todo era hermoso; los días, las noches, la gente, la ciudad, ¡todo!, hasta ella misma. Se sentía plena, ¡feliz!
            Dos meses antes su existencia era gris, opaca, monótona. De a poco se había ido quedando sin familia, sin amigos, sin nadie.
            Las amigas habían iniciado su vida de pareja, los hijos, el trabajo. Cada vez las veía menos. A veces, para algún cumpleaños la invitaban. Y ella iba. Pero no se sentía bien allí. Era un ser generoso, sin maldad, pero aquel despliegue de alegría, aquel marido solícito y cariñoso, los niños, el aplomo que habían adquirido sus amigas de siempre... le hacía mal. Si, se alegraba por ellas, pero sentía más su soledad en esas reuniones.
            Sus padres habían muerto y se quedó en aquella casa, primero porque no quería separarse también de todas las cosas que la rodeaban y que le recordaban momentos de su vida en que había sido casi feliz. Después porque se fue acostumbrando a la soledad.
            Sin embargo, de vez en cuando pensaba en un cambio de ambiente. Imaginaba como sería tener un apartamentito a su gusto, con cosas propias, elegidas por ella. Y en eso pensaba, para hacer más llevaderos aquellos días que se desgranaban del almanaque, uno tras otro, iguales, como calcados del anterior.
            Se dedicó de lleno al trabajo.
            Trabajaba en un estudio contable y con la excusa de no darse tiempo para los recuerdos y la tristeza, cada vez se quedaba más tiempo trabajando y dejando que la cargaran de tareas ajenas. Ella lo sabía y lo permitía. Total, para qué apurarse en llegar a casa. Cada vez le era más difícil soportar aquel silencio y aquella quietud escondida en los rincones, aquel orden de todas las cosas. Y la fue atrapando la rutina hasta dejarla sin sueños.
            Así venía siendo su vida.
            Ya no pensaba en el apartamento, ya no tenía expectativas de ninguna clase. Sobrevivía.
            Aquel día, como siempre, salió del estudio y caminó por las mismas calles (recorría cuatro cuadras a pie para compensar la quitad a que la obligaba el trabajo) y luego llegaba a una parada en donde tomaba un ómnibus hasta su casa. (o seguía siendo la casa de sus padres...?)
            Siempre igual. Hasta aquel día.
            Era una tardecita hermosa; con un aire tibio y sereno, y una luz de crepúsculo que daba a todas las cosas un tono entre dorado y violeta. El sol ya no estaba, pero había dejado charcos de luz en las hojas amarillas amontonadas en las veredas. Era otoño.
            Su mente estaba en blanco. Evitaba los pensamientos profundos. Saltando su atención de un árbol a una vidriera en la que no se detenía, y de ahí a un niño que pasaba corriendo o a un semáforo que maduraba su verde, en amarillo y rojo. Lo importante era no dejarse atrapar por la tristeza.
            Su paso era parejo, ni lento ni apurado, como si fuera un muñeco de cuerda.
            Y de pronto... ¡lo vio!
            El corazón se le detuvo un instante y en el siguiente latido, le golpeó con fuerza el pecho.
            Sintió que en el estómago volvían a revolotearle las mariposas como cuando tenía diecisiete años y se enamoró por primera vez de aquel compañero de liceo.
            El paso se le hizo imperceptiblemente más lento.
            En una esquina, allí estaba él.
            Su rostro tan atractivo, sus ojos oscuros, penetrantes, el cabello brillante, también oscuro. Su boca hermosa, entreabiertos los labios y aquel mentón casi cuadrado y algo hundido en el medio.
            Ella tenía por costumbre fijarse en las manos de los hombres. Creía que la forma de las manos denotaba la personalidad.
            Y ahora estaba viendo una mano varonil, fuerte, amplia, que levantada a la altura de la boca sostenía un cigarrillo.
            Estaba rodeado de una tenue nube de humo que le daba un aire misterioso y sensual.
            Todo él le pareció atractivo. Vestía una camisa a cuadros marrones, verde claro y algo de amarillo, bajo la que se acentuaban sus hombros anchos y sus brazos fuertes.
            Luego, recordando, pensó, cómo pudo ella que siempre pasaba la vista sobre las cosas sin fijar formas ni detalles, cómo pudo captar tantas cosas en una mirada de soslayo que sólo duró unos segundos! lo absorbió y le pareció que él también a ella. Creyó que la seguía con la mirada.
            Llegó a su casa y aún tenía sueltas las mariposas.
Ya no sintió el silencio. Le golpeaba demasiado fuerte el corazón; tampoco se sintió sola. Traía con ella algo nuevo. Emociones.
            Le costó dormirse y por primera vez al despertar al día siguiente, deseo correr a su trabajo.
            Estuvo todo el día distraída, cometiendo errores; ella, que era tan eficiente. Pero no le importó. Estaba demasiado ansiosa por terminar el día. Por primera vez también en mucho tiempo, tenía algo que esperar.
            Esperaba llegar a esa esquina y encontrarlo allí otra vez. Pero de pronto le asaltó una sensación de vacío, de angustia. ¿Y si no estaba? ¿Si no volvía a verlo nunca más?
            Caminó de prisa las cuatro cuadras y ya de cierta distancia... lo vio. Estaba allí. Igual que el día anterior. Fumaba con el mismo gesto detenido ante su boca.
            Esta vez demoró un poquitito el paso (que él no lo notara) y cuando estuvo frente a él, volvió a fijarse en sus ojos. El la miraba también.
            Llegó a la parada donde desde hacía tanto tiempo tomaba el ómnibus, y se fue.
            Ya no le costaba tanto quedarse sola en la casa. Ya no tenía miedo de pensar. Pensaba en él.
            ¿Cómo se llamaría? ¿Qué edad tendría? Ella calculaba que treinta y siete, treinta y ocho.
            ¿Sería para verla pasar a ella que estaba otra vez en la misma esquina? Y otra vez la asaltó la angustia. ¿Y si no era a ella, y si esperaba a su novia o a su esposa?
            Al otro día tenía una mezcla de apuro y de miedo al salir del estudio. Caminó las dos primeras cuadras ligero y después fue enlenteciendo el paso. Tenía temor de llegar y verlo sonriente abrazando a otra mujer.
            El corazón se le detuvo nuevamente. Allí estaba él. ¡Solo! Lo miró a los ojos. El miedo que había sentido le dio coraje para olvidar por un momento su timidez. El también la miró, la miró hondo. Siguió su camino pensando que de pronto él la seguía. Pero no; no lo hizo.
            Y así siguieron pasando los días.
            En el trabajo ella no existía para nadie tenía a veces la sensación de que la veían como a una máquina más de las tantas que habían sobre los escritorios. Para ellos (hombres todos) ella no tenía cara, ni cuerpo, ni piernas, ni nada. No la veían, simplemente. Sólo utilizaban sus conocimientos y abusaban de su buena voluntad.
            Pero ya no le importaba. Ahora tenía unos minutos en que alguien sí la veía.
            Un hombre la esperaba y la miraba. y eso era suficiente para ella.
            Una noche, al llegar a casa, le vino a la mente algo en lo que no había pensado, también desde hacía mil años. Su apariencia. ¡¿Cómo no había tenido en cuenta eso?!
            En realidad su aspecto era muy deslucido. Correcto, pulcro, pero sin gracia, sin atractivo alguno.
            Al día siguiente, en la hora de descanso, prefirió olvidar su almuerzo y se fue a un shopping. Se compró ropa, tratando de ser audaz, pero a lo más que se animó guiada por la vendedora, fue a un vestido claro con flores diminutas, a una pollera larga negra, también con flores blancas, una blusa negra y una chaqueta blanca.
            La vendedora le había dado tanto ánimo que salió convencida de que la compra era acertada.
            Luego fue a la peluquería pero como ya no le quedaba mucho tiempo optó por aceptar la sugerencia del peluquero y se dejó hacer un corte más moderno. Y volvió corriendo al estudio.
            Pasó el resto del día imaginándose con su ropa nueva y su pelo... y en cómo la vería él con esos cambios al día siguiente.
            Esa tarde, otra vez. Allí estaba él, esperándola. Se miraron directo a los ojos.
            Mientras iba en el ómnibus pensaba en muchas cosas. Pensaba en que durante mucho tiempo todo su entorno era invisible. No notaba nada, no disfrutaba de nada. Había estado como en un letargo, sumida en la tristeza y la soledad. Y ahora despertaba. Todo explotaba a su alrededor; los colores, los sonidos, el movimiento. Todo por él. En sus fantasías imaginaba que era como el príncipe de “La bella durmiente” volviéndola a la vida con sólo mirarla al pasar.
            El día siguiente era viernes
            Se levantó más temprano para arreglarse. Con la torpeza que la falta de costumbre le imponía, comenzó la tarea. El vestido de nuevo (aún dudaba si no debía haber elegido la pollera, la blusa y la chaqueta) le quedaba bien, le daba un aspecto más vital y juvenil. Se cepilló el cabello (le gustó el corte, le enmarcaba el rostro con unos mechoncitos desiguales).
            Después encarò el maquillaje.
            Hacía tanto que no le importaba su aspecto que le pareció que sería imposible lograr algo bueno con los cosméticos. Pero bueno, puso manos a la obra; primero con miedo, temblándole la mano cuando intentaba delinearse los labios y los ojos. ¿Y si no es así? ¿Y si no le quedaba bien, o no se usaba?
            Estuvo tentada de lavarse la cara y salir así, como todos los días, pero no, realmente se veía mejor, le gustaba. Sentía que su nueva imagen hacía nacer en ella una especie de efervescencia, como esos vinos que han estado quietos muchos años y luego al destaparlos se desbordan. Se sentía alegre y segura. Dos sensaciones olvidadas para ella. Casi al salir, volvió y revolvió en su placar. Rescató el perfume que unos meses antes su amiga Leticia le había regalado.
            No lo había ni probado. Ahora lo destapó y atomizó en su nuca, en sus sienes y en sus muñecas. Era muy agradable. Justo como para ella. Muy floral, muy suave; tímido como ella. No gritaba su existencia, sólo se percibía un poco.
            Salió. Apurada. También salir tarde y corriendo era nuevo para ella, siempre tan puntual, tan responsable.
            ¡Se sentía tan bien! La mañana era hermosa. Ya no estaba ciega ni sorda. Sentía los pájaros alborotando en los árboles. ¡Todo estaba tan brillante! Había un perfume en el aire, como de pasto recién regado y de flores de algún jardín cercano. ¡Se respiraba tan bien a esa hora de la mañana!
            De algún lado le llegó un riquísimo aroma a café recién hecho y su mente le transmitió una placentera sensación a su boca y a su estómago. Como si lo tomara.
            Llegó corriendo al estudio.
            Cuando entró, los compañeros como siempre siguieron con la cabeza sobre los papeles y contestaron su “buen día” sin mirarla. Pero de pronto alguien la llamó pidiendo  ayuda y cuando levantó la cabeza para hablarle y la vio, la exclamación fue tal que los demás la miraron al mismo tiempo.
            Todos le decían cosas. Ella no creía que realmente estuviera “tan bonita”, más bien pensaba que entre la mujer de ayer y la de hoy había mucha distancia. Eso sí era cierto.
            Se le hizo eterno el día. Ya quería irse. Verlo por fin y que la viera.
            Uno de sus compañeros observó que miraba muy seguido su reloj e hizo una broma que la sonrojó. No aceptó trabajo extra y diez minutos antes de la hora ya tenía su escritorio ordenado y se fue al baño para retocar su arreglo.
            Salió. Hacía un esfuerzo por no correr. Se repetía: despacio, despacio, que no se note, que no te vea ansiosa...
De lejos ya lo vio. Como siempre, puntual, en el mismo lugar, la misma esquina, el mismo gesto de su mano, su imperceptible sonrisa y su cigarrillo.
            Cuando pasó frente a él le pareció notar un cambio en su mirada. Como si le estuviera diciendo ¡Que hermosa estás!
            Apartó sus ojos intimidada por las emociones que la envolvían sin control y siguió hacia la parada, como todos los días.
            Nuevamente pensó que tal vez vendría detrás de ella. Pero... ¡no!
            Esa noche ya acostada, recordaba detalle por detalle. Estaba segura de que lo había impactado con su nueva imagen. Las galanterías de sus compañeros le habían dado esa seguridad.
            Seguían pasando los días.
            Su vida estaba en aquellos minutos en que se cruzaba con él.
            El no faltaba una sola tarde. Siempre igual, fiel, pendiente de su paso.
            Una tarde, cuando salió del trabajo, llovía, llovía mucho. Abrió su paraguas y se encaminó hacia la dicha. El la esperaba.
            Estaba ensopado. La lluvia lo había sorprendido pero igual la esperó. Estaba allí para verla pasar como siempre.
            Los días se sucedían y nada nuevo pasaba. Sólo esperarse y mirarse.
            ¿Por qué no me dice nada, por qué no me sigue?, se preguntaba. Y siempre encontraba esa explicación. Es tímido. Aunque no tenía apariencia de eso.
            Ella era demasiado feliz con sólo verlo y que él la viera, así que se conformó y se consoló diciéndose que un día se animaría y sucedería algo más. Y esperaba.
            Se acostumbró a hablar con él en silencio mientras duraba el encuentro.
            Le contaba cosas; le preguntaba cosas. Y creía oír su voz, una voz varonil que la conmovía y la seducía. En su mente, hablaban, se decían cosas cada vez más tiernas, cada vez más apasionadas...
            Ella era otra, era ahora una mujer. Se sentía amada, hermosa, segura, fuerte, feliz. Todo por él.
            Pronto se cumpliría un mes del primer encuentro y ella estaba segurísima de que él lo sabía también y que ese día -ese día- él se acercaría, le hablaría y caminaría a su lado como tantas veces imaginó. Sentiría su fortaleza a su lado, sus pasos acompasándose a los de ella; sentiría su perfume mezclado con el humo de su cigarrillo y le llegaría el calor de su aliento al hablarle. Y ya nunca más estaría sola!
            Compró esta vez un precioso vestido azul noche que como por encanto descubrió en su cuerpo unas formas muy armoniosas y sensuales. También compro zapatos altos que le daban un andar cadencioso e insinuante. Esta vez eligió sola, con su propio gusto, como cuando soñaba con su apartamento e imaginaba que lo decoraba con cosas elegidas por ella, cosas que le gustaban, que la hacían sentir bien.
            Para todos aquellos hombres del estudio era ahora una mujer totalmente nueva. No sólo en su aspecto físico, sino también en aquella chispa que tenían sus ojos ahora, como si una bracita ardiera dentro de ella. Y ahora sonreía.
            Aquel cambio hizo que ellos le brindaran cierto afecto respetuoso que parecería un reconocimiento a su esfuerzo por agradar, de gustar con clase, con altura.
            Ese era el día.
            Sus compañeros sospecharon desde un principio que estaba enamorada y al verla esa tarde tan inquieta y tan bonita, le aliviaron la tarea y fueron cómplices cuando ella salió un poquito antes de la hora.
            Quería ir despacio, no tener la puntualidad de la impaciencia.
            Ya oscurecía más temprano y recorrió las cuatro cuadras casi de noche.
            Aún no lo veía, pero tenía que estar allí; estaba segura. Más ese día.
            Seguramente que él tenía la misma emoción.
            Venía llegando a la esquina con todas las mariposas del mundo revoloteándole en el estómago.
            Y llegó.
            Y él no estaba.

            En el lugar en donde lo había visto día por día durante un mes, donde se habían cruzado sus miradas... allí, en el mismo, en el mismísimo lugar donde estaba él hasta el día anterior..., ahora había una enorme hamburguesa chorreando mayonesa por entre pan, lechuga y tomate y con enormes letras se promocionaba una empresa. Bajo las mismas luces que antes lo iluminaban a él, a su hermoso rostro amado, con su mano sosteniendo el cigarrillo y un pequeñísimo letrero que decía “Advertencia: Fumar es perjudicial para la salud. M.S.P.”
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Guardó su vestido azul noche sobre el que brillaba una estrella. La única lágrima que le quedaba.



© Isabel Hernández Tibau



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