Fragmento del cuento "Rudecindo", del libro "Gorriones de la Plaza"

    

Fragmento del cuento 

"RUDECINDO"

Del libro "Gorriones de la Plaza"


    La vida escribe sus propias historias y a veces nos pone de protagonistas sin pedirnos permiso.
    Aquí estoy yo. Me separé del grupo de amigos con los que vine a este lugar a pasar el fin de semana.
    -Es una estancia turística ¡pre-cio-sa! -me dijeron. Y yo que estaba precisando un poco de descanso, acepté.
    Cuando íbamos llegando reconocí el lugar: ¡la estancia de Olazábal!
    Bueno, estaba muy cambiada. Ya no era aquella construcción rústica; ahora para empezar tenía tejas, ventanales y la puerta de entrada se había convertido en una arcada amplia con una puerta de madera con molduras.
    El entorno tampoco era el original. El aljibe había sido recubierto con azulejos. El patio estaba lleno de plantas y arbustos y a un costado, donde antes había unos galpones, ahora había una piscina. Todo muy lindo, pero yo tenía demasiado grabada aquella otra estancia donde de niña había pasado un día de primavera con mis compañeros de clase.
Hoy domingo, por la noche, regresaríamos a Montevideo, donde vivo desde hace tiempo, por eso ahora quise apartarme, estar a solas.
    Salí a caballo rumbo al "cerrito del sauce". Esta es una pequeña loma pasando el ombú donde estuvimos aquel día que tiene un sauce llorón en lo alto, como si fuera un faro.
    Me bajé y caminé hasta atar las riendas del caballo en el árbol, y luego me senté en el pasto. Con las piernas dobladas, los brazos cruzados sobre las rodillas y el mentón apoyado en ellos, dejé vagar la mirada libremente por aquella extensión verde azulada, con levísimas ondulaciones y casi nada alterando la llanura.
    Era el final del día.
    Acostumbrada a los ruidos de la ciudad, me parecía que allí el silencio era total, pero de a poco comencé a captar sonidos tenues, casi imperceptibles que reunidos estaban regalándome una hermosísima melodía.
    Escuché con atención. El caballo estaba comiendo pasto y cada tanto golpeaba con sus patas en el suelo. El sauce llorón hamacaba su melena verde y el roce de las hojas hacía un sonido muy suave.
    Después, los pájaros. Volvían no sé de dónde, moviendo sus alas con prisa, y sólo dejaban escapar algún piar. No se detuvieron. Siguieron volando en busca de su árbol. A lo lejos se sentía el lamento del ganado y alguna voz humana que venía de la estancia, apenas como un susurro. Y la brisa, que pasaba como recogiendo los sonidos para guardarlos hasta la mañana siguiente.
    De pronto todo fue quietud y paz.
   Siempre he sido amadora de la naturaleza, pero las puestas de sol me conmueven más profundamente, quizás porque tienen esa mezcla de belleza y dramatismo. Ese final que bien podría ser para siempre.
    Cuando el sol llegó al horizonte, la tierra comenzó a sangrar su vieja herida y de pronto todo fue rojo.
    Me vino entonces a la memoria, lo que había dicho Andresito, el más chico de aquel grupo, cuando al regresar del día de campo, se quedó extasiado mirando la puesta del sol. Él era un niño muy inquieto, pero también era el más observador y estaba siempre como tocado por un ángel.
    Se quedó mirando cómo bajaba el sol y sin apartar la vista nos llamó la atención sobre lo que estaba pasando.
    – ¡Chiquilines, miren, parece que la Tierra es una alcancía y Dios está guardando la moneda de oro del sol por la ranura del horizonte!
    Ahora otra vez, Dios guardaba la moneda del sol en su enorme alcancía…
    Estaba oscureciendo. Me paré y volví al caballo que dormitaba en silencio. El sauce ya no movía sus ramas. Ahora caían lánguidas, como dormidas también.
    Monté y antes de iniciar el regreso a la estancia, miré alrededor queriendo impregnarme de todo aquello que provocaba en mí un estado de recogimiento.
    Di la vuelta despacio mientras traía los recuerdos de aquel día. Las lecciones que habíamos aprendido en aquel paseo fueron tan importantes como haber aprendido a leer y escribir. ¡Fueron fundamentales!
    Aprendimos de Rudecindo el respeto por lo que nos rodea, el respeto a su madre y a quienes les daban cobijo. Aprendimos generosidad y perdón.
    De Rosa, humildad y agradecimiento, sacrificio por amor.
   De Marcela y Lucía, la lucha permanente y anónima por los derechos de los niños, y muchísimas cosas más a lo largo de seis años, cosas que no están en los libros de escuela sino en el corazón de las personas.
    De cada uno de nosotros hubo lecciones; de alegría, de compañerismo, de preocupación por los demás; aprendimos a compartir.
    Ramoncito nos enseñó el arrepentimiento de lo mal hecho, y el reconocimiento del valor de los otros.
    Y hasta de Olazábal, que tuvo la hidalguía de asumir su equivocación y enmendarla…
    Como dijo Marcela, la directora, aquel día hablando con la Srta. Lucía:
    –Es que a todos nos pueden pasar las mismas cosas. No somos tan diferentes como creemos…

©Isabel Hernández Tibau

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